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Columna
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Scarlett O'Hara

"¡Aunque tenga que mentir, robar o matar, pongo a Dios por testigo que jamás pasaré hambre!". Era una escena dramática, en aquel atardecer rojizo en la derruida plantación de Tara. Scarlett O'Hara, pobre, ante su derrumbado mundo por la victoria de La Unión, convaleciente, humillada, clamaba su despecho al cielo. Mírese como se mire, parece que muchos vascos han tenido semejante comportamiento al de la heroína de Lo que el viento se llevó.

No creo que Sabino Arana tuviera un soliloquio muy diferente viendo su mundo destrozado tras la derrota carlista, arruinado el astillero de su padre tras comprometerse en el bando del pretendiente don Carlos y desaparecida su tradicional Bizkaia por el empuje del liberalismo. Los barcos ya no iban a ser de madera, sino de hierro extraído de las entrañas de las montañas de la patria por empresas franco-británicas, y ante sus ojos se levantaba una Bolsa pujante, la segunda de España, y los comerciantes de la Villa, villanos, erigían una consistente y modélica banca. Su mundo había desaparecido.

El estatus de libre asociación se parece como un huevo a otro al que reclamaron los Estados Confederados del Sur

Pero en vez de seducir al capitán Red Buttler para emerger en la nueva sociedad, Arana construyó toda una reacción ideológica y política, feudataria del tradicionalismo, en la que identificó la nueva sociedad con España y lo español. Pero la diferencia con el Sur aristocrático de los O'Hara era que los primeros enemigos estaban entre los malos vascos que impulsaban el nuevo orden. Muchos de ellos antiguos auxiliares de la Milicia Urbana de Bilbao, que creaban empresa nuevas que atraían masas de obreros inmigrantes, los maketos. Gentes con sus costumbres extrañas e incluso ideologías foráneas y ateas como el socialismo y tan perversa como el liberalismo. No tenía más remedio Sabino que salvar el alma de los bizkainos, primero, y de todos los vascos a poco que lo pensó.

Después de que muriera Franco parece ser que muchos vascos más lanzaron el mismo improperio al cielo que Scarlette O'Hara. Se hicieron del PNV o funcionarios, y algunos las dos cosas por si fallara el juramento divino. Y si en un principio el Estatuto parecía garantizar el "jamás pasaré hambre", un cierto exceso de inseguridad y desconfianza hacia el futuro político les llevó a idear la fórmula para que nunca pudieran ser desbancados del poder por los malos vascos: el soberanismo. Si Euskal Herria -el mismo nombre que usaban los carlistas, pocos dados a distinguir entre entes étnico-culturales y políticos- quedaba para los buenos vascos y el resto eran declarados "alemanes en Mallorca" y la relación con España se realizara por medio del "estatus de libre asociación" -mire usted qué coincidencia, el estatus se parece como un huevo a otro al que reclamaron los Estados Confederados del Sur con La Unión, con derecho de secesión incluido-, los malos vascos acabarían así, en vez de "como alemanes en Mallorca", como los negros de la plantación.

La película acaba. Al capitán Buttler le es insoportable convivir, a pesar de su hermosura, elegancia y donaire, con su señora maleducada cuando el fruto de su convivencia, el Estatuto (su hija muere al caerse del caballo) es declarado muerto. Decide que las cosas han llegado demasiado lejos y va a coger la puerta cuando la otra le espeta: "Como no aceptes el Plan Ibarretxe reclamaremos la independencia". Y el capitán, que está harto, con desprecio le contesta: "Francamente, querida, es lo que menos me importa". Fue la historia de un imposible.

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