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Tribuna:LA CRISIS EN LA COMUNIDAD DE MADRID
Tribuna
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El escaño de Tamayo y la democracia de mesa camilla

Parecía que con el inicio del nuevo siglo la palabra tránsfuga, protagonista de buena parte de la información política nacional de mediados de los ochenta, se convertiría en una apartada voz del diccionario. La intensa erosión que la traición política produce sobre las bases constitucionales de la democracia representativa y la legitimidad de los propios partidos políticos, en tanto que instrumentos participativos de mediación entre la ciudadanía y sus instituciones de gobierno, era tan manifiesta que la clase política se había visto obligada a reaccionar reforzando la ética de sus códigos de conducta y pactando soluciones conjuntas frente a ese mal común. De hecho, en los últimos años los episodios de transfuguismo político han sido esporádicos y el mal ha remitido hasta niveles lo bastante tolerables como para no poner en riesgo el proceso de consolidación cultural y política de nuestra todavía joven democracia. Por ello, el escándalo protagonizado por dos parlamentarios electos de la Asamblea de Madrid no debe hacernos olvidar, aunque grande sea la indignación que nos cause, ni el esfuerzo desplegado, ni el nivel de saneamiento político alcanzado en este punto.

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Si hago esta llamada a la prudencia es para advertir que el Derecho no es un remedio universal capaz de ordenar y sancionar todos los comportamientos del hombre. En una sociedad peligrosamente acostumbrada a que todo conflicto -incluido el de naturaleza política- lo resuelva el juez, es fácil desconocer que la buena educación no es algo que nazca de la ley o que el Código Civil, aunque regule la institución del matrimonio, no garantiza que los cónyuges se quieran.

La capacidad de ordenación del Derecho tiene límites, y por eso mismo, remediar la falta de ética política a golpe de reformas normativas o jurisprudenciales conlleva, a veces, muchos más problemas de los que se pretenden resolver. Sobre todo cuando lo que se cuestiona es el fundamento mismo de la democracia representativa.

Ante el detestable espectáculo de los tránsfugas de la Asamblea de Madrid y la gravedad de tener, acaso, que celebrar nuevas elecciones, alguna voces muy autorizadas han sostenido, y otras -por sumarse a la corriente- repetido, que es necesario revisar la jurisprudencia del Tribunal Constitucional para que, en definitiva, el escaño deje de ser propiedad del diputado y pase a formar parte del patrimonio del partido político. Por conocidos, es innecesario que repita ahora los argumentos que avalan esa afirmación: los electores votan a partidos y no a candidatos; son los partidos los que sufragan las campañas electorales, los que forman las lista, los que, en definitiva, vertebran, finalmente, la acción de gobierno. No tengo duda de que todo ello es así. Ahora bien, las cosas no son tan fáciles.

En primer lugar, porque la disponibilidad personal del escaño por el parlamentario no es algo que se haya inventado el Tribunal Constitucional ni, por tanto, resultado de su jurisprudencia. Muy por el contrario, es un imperativo -nunca mejor dicho- impuesto por el artículo 67.2 de la Constitución. No basta, pues, con cambiar la jurisprudencia dictada por el Tribunal Constitucional; es necesario reformar la Constitución misma, despojándola de un precepto que, sin embargo, y no por casualidad, perdura en otras democracias de partidos mucho más antiguas que la nuestra.

En segundo lugar, porque si el escaño -por continuar con este lenguaje de propietarios- fuese del partido es obvio que podríamos cerrar los Parlamentos: bastaría con reunir alrededor de una pequeña mesa los portavoces electos de cada partido político para que votasen con arreglo a un sistema de voto ponderado. También, dentro de esta política de ahorro, nos sobrarían las listas electorales y, así, ya no tendríamos que discutir acerca de la conveniencia de que fuesen abiertas o cerradas. Pero ni con todo eso esta democracia de mesa camilla habría resuelto los problemas del transfuguismo político. Cuando se produjese una escisión en el partido, ¿a qué facción representaría ese portavoz?; si concurriesen a las elecciones dos partidos coligados, y después de celebrados los comicios decidiesen separarse, apoyando uno de ellos a un tercero hasta el punto de darle la mayoría necesaria para formar gobierno, ¿cómo reaccionar jurídicamente ante esa nueva traición al electorado? Y en la hipótesis de respetar el sistema de listas electorales atribuyendo la titularidad del escaño al partido, ¿qué hacer si el tránsfuga es un independiente incluido en la lista del partido? ¿Qué hacer cuando quien traiciona el programa electoral es el propio partido y no el diputado expulsado de aquella formación política? ¿Quién sería entonces el tránsfuga?

En definitiva, si el remedio no es peor que la enfermedad, cuando menos la iguala. Entonces, ¿nada podemos hacer? Jurídicamente es posible entender que el voto del electorado no ha de imputarse ni al partido ni a cada candidato intuitu personae, sino a la lista electoral en sí misma considerada. De este modo, algo habríamos avanzado, pues, a partir de esta presunción, podemos poner fin -como ya se ha hecho en algún Parlamento de nuestro entorno político- a la ridícula situación, en términos de estabilidad política, de que un Gobierno pierda su mayoría parlamentaria porque uno de sus diputados haya causado baja por enfermedad, disfrute de un permiso de maternidad o porque haya sido condenado penalmente.

Si se estima que el escaño es de la lista y no del parlamentario ni del partido, es claro que, en todos estos supuestos, sería perfectamente posible que los reglamentos parlamentarios autoricen que el vacío en el escaño sea suplido por el primero de los candidatos no electos de la lista electoral. La lista permite, pues, articular un sistema de suplencias transitorias e incluso permanentes en el escaño que, en principio, no se opone a lo dispuesto en el artículo 67.2 de la Constitución y que resuelve buena parte de los conflictos que pueden producirse en esa tan difícil como inevitable convivencia que siempre ha de existir entre la democracia representativa y la mediación de los partidos. En este mismo sentido sería jurídicamente factible que la ley electoral dispusiese que cuando parlamentarios elegidos por una misma lista electoral se apartasen políticamente y de forma inequívoca de la voluntad mayoritaria de los integrantes de la misma, pudiesen, tras ser oídos, ser cesados y sustituidos por los siguientes candidatos en orden de colocación. Que el órgano encargado de corroborar esa decisión sea la Junta Electoral Central o la Mesa de la Cámara, así como la configuración de la iniciativa y del procedimiento a seguir, son ahora cuestiones secundarias. Lo importante es que existe un posible cauce jurídico para paliar esa situación, y que, por paradójico que resulte, los fundamentos constitucionales que permiten alcanzar esa solución se encuentran, precisamente, en la propia jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Una jurisprudencia que, en efecto, puede ser en este concreto punto cambiada. Pero "cambiada" ahondando en su propia lógica, y no abandonándola para acoger irreflexivamente otra opción, aparentemente oportuna -atribuir la titularidad del escaño al partido-, que, sin embargo, obligaría al Tribunal Constitucional a reformar por sentencia la propia Constitución que debe salvaguardar.

Francisco Caamaño es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Valencia y autor del libro El mandato parlamentario. Madrid, 1991.

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