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Columna
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Fiesta

Juan Cruz

La peor herencia que dejó Hemingway a los extranjeros es la certeza de que los sanfermines son inevitables. Los telediarios y las radios han seguido al pie de la letra el entusiasmo del autor de Fiesta y amplifican cada año esa avalancha multicolor en la que grupos de jóvenes enamorados del riesgo y de la madrugada corren delante de unos animales que padecen el simple riesgo de haber nacido. Todos los años, cuando se acercan estas festividades, se paralizan los informativos para dar paso a la retransmisión atónita pero repetida de lo que pasa en la calle de la Estafeta, como si el carácter imprevisible del espectáculo no pudiera ser objeto de noticia un minuto después, o cuando le tocara.

Hemingway fue el buen escritor de Los asesinos; vino a España y lo tocó todo. Hay un restaurante que dice en el frontis: "Aquí nunca comió Hemingway", una excepción. Vamos a Chicote porque allí estuvo Hemingway. Y hubo un tiempo en que la gente iba a La Habana para tocar el taburete en el que puso su culo de periodista que escribía de pie. Decía la amante de Gertrude Stein, Alice Toklas, que Scott Fitzgerald era azucarado, pero que Hemingway era un imitador: imitó de Gertrude, por ejemplo, su libro Ser norteamericanos; lo cuenta Frederic Prokosch en Voces, un libro de ilustres cotilleos. Puesto ante los toros del encierro de San Fermín, Hemingway creyó que la nebulosa mañanera, de alcohol y sangre, era una novela en sí misma, una fiesta de la imaginación humana. Ahora he visto a muchos lectores veteranos, de nacionalidad difusa pero generalmente norteamericana, ocupar páginas y páginas de la prensa exhibiendo las heridas que vinieron a buscar en ese territorio comanche de los sanfermines, y por las mañanas he desayunado sabiendo cómo iban los morlacos persiguiendo a chicos cuyo destino inmediato era sobrevivir y enamorarse. De hecho, en uno de estos telediarios que se alimentan con la sangre de los sucesos vi que numerosas parejas celebraban haber ido a San Fermín porque allí encontraron el amor de su vida. Algunos habrán puesto a sus hijos Ernesto o Hemingway, o Fermín, nombres que ya serán siempre equivalentes, como el chupinazo y el porrón de vino a la fiesta en la que se vuelven locos esos toros que no saben por qué han de correr ya tan temprano.

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