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Columna
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Discordia redundante

La Comisión Permanente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) resolvió anteayer por unanimidad -cosa infrecuente en un órgano propenso a los enfrentamientos internos- la suspensión cautelar de una decisión adoptada el pasado día 11 por el presidente del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco (TSJPV): la designación de tres nuevos magistrados para elevar de cuatro a siete la composición de su Sala de lo Civil y lo Penal. El propósito de esa ampliación -no discrecional, sino reglada- fue romper el empate que hasta ahora ha impedido aceptar a trámite o inadmitir la querella presentada por el fiscal del Estado contra el presidente Atutxa y otros dos miembros de la Mesa, acusados de un delito de desobediencia por incumplir el mandato del Supremo de disolver el grupo de Batasuna en la Cámara.

Se trata, en teoría, de una mera cuestión de técnica procesal. La Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) arbitra una complicada fórmula dirigida a subsanar que un órgano jurisdiccional colegiado no consiga alcanzar la mayoría requerida para aprobar un auto o de sentencia. Si bien la LOPJ fija los criterios de formación de la Sala de Discordia, la literalidad de las leyes suele admitir lecturas diferentes. El fiscal recurrió en alzada ante el órgano de gobierno de la magistratura contra la interpretación dada por el presidente del TSJPV: el CGPJ ha suspendido cautelarmente su decisión hasta pronunciarse sobre el fondo del asunto por considerar que no es materia jurisdiccional sino administrativa.

Nada hubiese ocurrido probablemente si el conflicto girase en torno a un pleito civil o de una causa penal libre de tensiones extrajurídicas. Sin embargo, la primera discordia -pacífica- entre magistrados sobre la admisión de la querella y la segunda discordia -también jurídica- entre el TSJPV y el fiscal han dado paso a una tercera discordia -mucho más temible- entre fuerzas políticas. El consejero de Justicia del Gobierno de Vitoria, Joseba Azkarraga, ha acusado al CGPJ de adoptar "actitudes mafiosas"; el ex vocal nacionalista del CGPJ Emilio Olabarría opina que "esto no pasaba ni en el Perú de Fujimori". Ciertamente, ningún partido tiene la exclusiva de vejar al Poder Judicial y a los órganos constitucionales cuando sus fallos les disgustan: también PSOE y PP han incurrido en prácticas similares. Pero la ofensiva deslegitimadora lanzada por PNV y EA contra el Estado de derecho tiene una virulencia excepcional: los sucesivos enfrentamientos con el juez Garzón (por los sumarios penales instruidos sobre ETA), con el Supremo (por la ilegalización de Batasuna, por la disolución de su grupo parlamentario y por la prohibición de las asociaciones de electores el 25-M) y con el Constitucional (por la sentencia sobre la ley de partidos) son una carrera hacia el abismo.

La judicialización de la política implica la abusiva utilización de los tribunales por los partidos para resolver conflictos de poder que podrían -o deberían- ser resueltos mediante la negociación y el acuerdo; la disolución del Grupo Parlamentario de Batasuna es seguramente uno de esos litigios situados en la incierta zona fronteriza que separa los ámbitos regidos por el principio democrático y por el Estado de derecho. La politización de la justicia es el resultado inevitable de las estrategias puestas en marcha por los partidos -en el poder o en la oposición- para condicionar las decisiones de los tribunales y rechazar sus fallos si les resultan adversos. Esa manipuladora concepción del Poder Judicial pone en riesgo los difíciles y necesarios equilibrios entre la soberanía popular y el imperio de la ley. El Estado de derecho constituye la forma de control del poder y es un espacio consagrado a resolver conflictos mediante la aplicación por un Poder Judicial independiente de las leyes aprobadas por un Poder Legislativo libremente elegido. Al escuchar las exhortaciones de Aznar y de su ministro de Justicia a "barrer las calles" de los delincuentes o sus retóricas subrogaciones en las decisiones de los tribunales como si fuesen los autores o los impulsores de sus fallos, se diría que el Estado de derecho ha pasado a convertirse en un garrote del Poder Ejecutivo.

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