1985-2002: La era moderna
Con los ochenta nace la era de los campeones modernos, como Hinault, Indurain o Armstrong. Sin perder su halo de leyenda, el Tour y el ciclismo se tecnifican. Llegan los maillots brillantes y los pedales automáticos. Aunque algunos románticos como el irlandés Sean Kelly siguen fieles a los tradicionales cala-pies durante mucho tiempo. Y sobre todo, cada vez se le concede más importancia a la aerodinámica.
Gracias a las mejoras en la aerodinámica de la bicicleta y de la posición del ciclista (por ejemplo, con la utilización del manillar de triatlón), se consiguen espectaculares mejoras en la prueba de contrarreloj individual (CRI), pues en la misma la resistencia del aire es el principal obstáculo al avance de la bicicleta. En la última CRI del Tour de 1989, de 24,5 km., el americano Greg Lemond rueda a una impresionante velocidad media de 54,55 km/h. Algo inimaginable años atrás. Se estima que sólo el casco aerodinámico que utiliza le permite robarle 10 segundos a su rival Laurent Fignon, quien pierde el Tour ese mismo día, por escasos 8 segundos. Es decir, que por primera vez en la historia de la carrera el triunfo en la general se debe, al menos en parte, a la tecnología. En 2000, Lance Armstrong, que a su tremenda potencia añade una posición muy aerodinámica sobre la bicicleta, estudiada en túneles de viento, bate el récord de velocidad en contrarrelojes largas del Tour: nada menos que 53,99 km/h en 58,5 km. de distancia.
En 1989, el casco aerodinámico permitió a LeMond robarle 10 segundos a Fignon
En esta era los científicos del deporte se acercan al Tour por primera vez. En los ochenta, investigadores holandeses describen la dieta de los ciclistas a lo largo de las tres semanas de carrera: consumen entre 6.000 y 8.000 calorías (o kilocalorías) por día. Es decir, unas tres veces más que una persona sedentaria. Además, su nutrición parece correcta. Hasta les sobran vitaminas. Desde los noventa, casi todos los corredores utilizan un pulsómetro en cada etapa. El pulsómetro consta de un ligerísimo transmisor sujeto alrededor del tórax del ciclista que envía constantemente, por un sistema de telemetría, los latidos por minuto (lpm) de su corazón a un receptor que es idéntico a un reloj de pulsera, y que el corredor puede llevar en su muñeca o sujeto al manillar. Gracias a este invento, los médicos de los equipos pueden cuantificar la dureza de cada etapa.
Cuando el corazón late por debajo de aproximadamente 140 lpm, o por debajo del 70% de su frecuencia cardiaca máxima, que suele estar entre 190 y 200 lpm, el esfuerzo es más bien leve. Cuando late entre 140 y 175 lpm, o entre el 70% y el 90% de su frecuencia cardiaca máxima, la intensidad es moderada o intermedia. Y cuando se dispara por encima de 175 lpm, la intensidad es alta. Así, conocemos bien el retrato robot del Tour de los últimos 20 años: unas 100 horas de esfuerzo para el primer clasificado, repartidas entre 21 etapas de casi 5 horas cada una. De esas 100 horas, unas 70 son de intensidad leve, 23 de intensidad media, y 7 de agonía.
Con los ochenta llega la ingeniería genética. Excelente noticia para la medicina, pero mala para el mundo del deporte. Entre otras hormonas, ya está disponible la eritropoyetina (Epo) recombinante, indéntica a la que produce nuestro cuerpo para acelerar la producción de glóbulos rojos. El dopaje con esta hormona mejora el rendimiento del ciclista, pues incrementa la cantidad de oxígeno llega a sus músculos.
Alejandro Lucía es profesor de la Universidad Europea de Madrid.
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