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Columna
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Olivos

Dos noticias de los últimos días se han cruzado en la calle de mi mente donde guardo la memoria y, después de saludarse, me llevaron de visita a la cárcel de un poeta y a unas tierras bíblicas hoy regadas de sangre.

La primera de ellas se refería al presidente de la Generalidad Valenciana, Francisco Camps, que se reunió en un lujoso despacho institucional con los representantes del mundo empresarial, aquellos mismos que, en la reciente campaña electoral, invitaron a comer al entonces candidato y luego emitieron una controvertida declaración de apoyo a la política económica del Partido Popular, política de la que Camps es el heredero y continuador.

La segunda de las noticias se refiere a la venta y expolio de olivos milenarios en la Comunidad Valenciana. Al parecer, el pasado mes de junio un ricachón le compró a un agricultor de la comarca castellonense de El Maestrat un olivo de más de 2.500 años de antigüedad, para ponerlo en su jardín privado.

El tráfico de estos árboles venerables, que ya echaban raíces y daban su fruto antes de que las columnas romanas pusieran sus pies en la Península Ibérica, tiene lugar con total impunidad ante la desidia de un gobierno que se comprometió a adoptar medidas protectoras de este patrimonio común, pero que no ha cumplido la promesa.

Los olivos son árboles que le imponen respeto a cualquier andaluz. Crecí junto a ellos y aprendí a amarlos todavía más cuando en 1996 traduje un libro de Mort Rosenblum, La aceituna (Tusquets Editores), que describe toda su historia a lo largo y a lo ancho del Mediterráneo. Me duele, por lo tanto, que un nuevo rico se apropie de ellos con la fuerza corruptora de su cuenta bancaria, y también me duele que un gobierno colonizador, el de Israel, castigue a sus colonizados arrancando en tierras palestinas unos olivos que quizá contemplaron pasar o dieron sombra hace veinte siglos a doce pescadores y a un hombre que afirmaba ser el hijo de Dios. He aquí un árbol noble y generoso utilizado, en un caso, como mercancía de lujo y, en el otro, como arma de guerra.

Y, de hilo en ovillo, la fotografía del presidente Camps junto a los emisarios de la riqueza valenciana, todos ellos con la sonrisa en los labios, llevó mi pensamiento de la mano hasta la cárcel franquista del poeta alicantino Miguel Hernández. Entonces, resonó en mi memoria la cadencia inconfundible de unos versos que Paco Ibáñez contribuyó a difundir con su voz al cantarlos a finales de los sesenta: "Andaluces de Jaén, aceituneros altivos, decidme en el alma de quién, de quién son esos olivos".

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El gobierno neoliberal que controla nuestras vidas, tan propenso a privatizar lo que antes era común, a retirarse de sus obligaciones públicas, a multiplicar la propaganda para convencernos de lo bien fundado de su actitud y a sentarse a la mesa del patrón, ha respondido ya con su política a la pregunta retórica de Miguel Hernández, que pagó con su vida el atrevimiento de haberse alzado contra el orden de las cosas. ¿De quién son esos olivos? ¿De quién el cemento que ha destruido nuestras playas? ¿De quién serán dentro de poco las escuelas, los hospitales, el transporte, las comunicaciones, las semillas, el agua de beber, el aire, el sol que nos calienta?

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