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Repolitizar la arquitectura

Joan Subirats

Han coincidido en Barcelona dos exposiciones arquitectónicas distintas, pero unidas por un mismo sentido: es posible hacer buena y socialmente útil arquitectura sin gastar demasiado ni caer en estilismos inncesarios. Falta sentido en muchas de las cosas que hacemos. Nuestros municipes se quejan a veces de la ingratitud de los ciudadanos, de lo mucho que hacen y de lo poco que se lo agradecen. Pero no se dan cuenta de que la gente valora más lo que hace por ellos si ello se inscribe en una narración. Si no hay narración, todo son detalles dispersos. Y al final no se sabe quién ha hecho qué, ni por qué se ha hecho ahora y no antes o después.

En el Colegio de Arquitectos de Cataluña, Xavier Vendrell, profesor de Arquitectura en Chicago, se ha ocupado del magnífico y consistente montaje sobre la sugestiva experiencia del Rural Studio en Alabama (ver EL PAÍS del 7 de julio). Y, tras el impulso de base del FAD, se puede ver en el pabellón Mies Van de Rohe de Montjuïc la experiencia del Taller Barraca Barcelona, que ha dirigido Juan Herreros (ver EL PAÍS del 9 de julio). Ambas muestras tienen, desde mi punto de vista, un mismo halo: necesitamos reintroducir la política en lo que hacemos. Repolitizar la arquitectura implica preguntarse para qué sirve lo que se hace, quién gana y quién pierde con ello. Al servicio de quién ponemos nuestro trabajo.

"Un arquitecto debería tener problemas de conciencia si desvincula soluciones técnicas de problemas sociales"

En el creciente trabajo de investigación que se viene haciendo sobre la exclusión social en Europa, aparecen como elementos centrales de ese fenómeno su carácter estructural, dinámico, multidimensional y la necesidad de no aceptar esa situación como algo dado o natural, sino como algo susceptible de ser abordado desde un planteamiento político distinto al simple seguimiento del mercado. Está muy claro casi siempre que uno de los factores recurrentes de exclusión es la infravivienda, y la degradación de los barrios. Una de las razones que impulsaron a Samuel Mockbee a fundar su Rural Studio en Alabama en la década de 1990 fue la convicción de que la arquitectura norteamericana había abandonado su compromiso social y político y sólo se preocupaba de los temas estilísticos. Tenemos abundantes pruebas de ello, cuando vemos cómo las estrellas de la arquitectura se mueven por el mundo de manera frenética, aprovechando las grandes oportunidades de una economía globalizada y de una tecnología que les permite audacias insospechadas. Y todo ello se hace sin demasiadas consideraciones sobre el entorno, y avalando muchas veces de manera incondicionada y distante las decisiones de cualquier político, por poco escrupuloso que éste sea. Un arquitecto, como cualquier otro técnico, debería empezar a tener problemas de conciencia si desvincula totalmente soluciones técnicas de problemas sociales y de objetivos explícitos o implícitos en relación con lo que se le pide.

Las convicciones cuentan. Las responsabilidades éticas de lo que haces cuentan. Las posibilidades de mejorar las condiciones de vida de la gente con menos recursos, si ello es posible hacerlo con tus capacidades técnicas y con tu trabajo, cuentan. La gracia de la exposición de Rural Studio y la oportunidad de su exhibición en Barcelona en un proyecto del Colegio sobre pobreza y arquitectura, estriban en que nos cuenta una historia formativa y moral: cómo educar a los estudiantes de arquitectura en un sentido social de su profesión, y cómo hacerlo sirviendo a la comunidad en la que se forman. Y es importante destacar que la forma cómo se presenta el tema es, ante todo, consistente con el fondo de lo que se pretende mostrar. En el caso del Taller Barraca, la idea es parecida. Cómo plantear a jóvenes estudiantes de arquitectura el reto de usar sus habilidades para resolver problemas de emergencia e infravivienda. Si en el caso del Rural Studio el trabajo de los estudiantes ha acabado siendo directamente útil para la gente del entorno, y se han demostrado las potencialidades constructivas de los elementos reciclados, en el caso de Barcelona la sensación es que uno de los resultados más importantes es la reflexión sobre la necesidad de construir una vivienda más barata. Aunque como decía el propio Herreros en este periódico, "es casi imposible dar una solución a la infravivienda desde la arquitectura (solamente) porque seguramente la única solución posible es política".

Las historias que se cuentan en una y otra experiencia son paralelas. La historia de la arquitectura es también la historia de las barracas, del reciclaje, de la cultura arquitectónica de la marginalidad y de la exclusión. Puede sonar raro que todo ello se haga desde plataformas ciertamente elitistas y selectas, como el Colegio de Arquitectos, o en el marco del exquisito pabellón Mies, pero como señal y como mensaje sólo cabe aplaudirlo. En esas experiencias late la idea de que es posible hacer cosas fantásticas y positivas tanto arquitectónicamente, como socialmente, políticamente, ambientalmente o estéticamente. Después de tantas y tantas palabras, y después de tantas y tantas promesas y consensos sobre la vivienda y la necesidad de plantearse alternativas audaces para resolver las graves carencias de política pública al respecto, una visita a esas exposiciones es toda una invitación a actuar de una vez. No sea que nos acabe pasando como al nuevo presidente de Baleares, que en una frase antológica ha afirmado que si bien elimina la ecotasa, mantiene su filosofía. Ahora que ya tenemos filosofía de vivienda pública, pongamos el ladrillo, o lo que se tercie, pero no nos conformemos con seguir filosofando.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UB

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