Magia en la playa
Esta semana, el cielo de Tarragona se convierte en una explosión de luz y color: cada noche, a las 23.30, el público tiene una cita en la playa del Miracle, lo que quiere decir que no sólo se llena esta playa, sino todos los rincones posibles que permitan contemplar ese trozo de cielo iluminado. Se trata del concurso internacional de fuegos artificiales que, desde hace 14 años, se celebra por estas fechas en la Imperial Tarraco. Pero el acontecimiento rebasa el simple hecho de mirar al cielo y se convierte en un fenómeno de masas. Son centenares las familias que llenan la playa con su mesa de cámping, sus sillas, su tortilla de patatas y su porrón, esperando el momento mágico de levantar los ojos hacia el Fortí de la Reina, que es el punto señalado, tocando al mar, donde se instalan los fuegos. Son centenares las personas que se asoman al Balcón del Mediterráneo, ese gran precipicio que la ciudad tiene al final de la Rambla, encarado a un cielo y un mar infinitos. Y son centenares las personas que forman una gran muralla a lo largo del paseo marítimo, junto a las vías del tren. Y también las familias que se instalan en el balcón de su casa, y los que prefieren el puerto, o los quizá más afortunados que tienen su barca de pescador, su velero deportivo o su yate y navegan hasta la pequeña bahía que forma la playa del Miracle y echan el ancla para contemplar el espectáculo desde el mar.
El espectáculo de fuegos artificiales en el cielo vale la pena, pero lo que se vive en la playa vale mucho más
Pero el espectáculo, señores, son ellos mismos, toda esa masa humana que se desplaza al mar para vivir unos minutos de magia, algo que apenas dura media hora y que es capaz de movilizar no sólo a una ciudad entera, sino a parte de sus vecinos territoriales, en este caso yo. Si la misma tarde del martes me encontraba en un paisaje dantesco a más de 1.000 metros de altura, rodeada de pinos, encinas y robles, muchos de los cuales las lluvias de este invierno han arrancado de cuajo, en una hora me plantaba en Tarragona para comprobar con mis propios ojos lo que tantas veces me habían contado. A las ocho de la tarde la ciudad se encontraba sitiada de coches con un único destino: la playa del Miracle. Los más despabilados iban en autobús, los más precavidos a pie. El problema eran las cestas de la comida, la nevera, las toallas, las sillas, la mesa, la pelota... ¿Cómo transportar todo este arsenal a pie? La verdad es que los años crean experiencia y la gente sabe organizarse a tiempo. Por eso, el Miracle, a las seis de la tarde, ya parece un mercado en plena ebullición. Cuando llegué, buena parte de las familias ya habían instalado su chiringuito. Vi mujeres preparando la ensalada -porque hay cenas desde el bocata de atún hasta las más variadas exquisiteces regadas con cava servido en copa de cristal-, mientras la mayoría de los hombres estaban tumbados en una silla playera fumando o charlando con el vecino. Los niños jugaban a pelota; los había enfrascados en un parchís o construyendo un castillo cerca del agua.
Nos instalamos delante del Balcón del Mediterráneo, mucho más tranquilo que cerca del Fortí. No traíamos mesa ni sillas, pero sí buenas provisiones para matar el rato hasta que dieran las 22.30. Entretanto, a tan sólo dos metros de nosotros, un hombre tumbado en la arena, en bañador, observaba a un niño de unos cuatro años -seguramente su hijo- que jugaba. Estuvo así, tumbado en la misma posición, al menos las casi cuatro horas que yo pasé en la playa. A veces el niño se le subía a la barriga y él le acariciaba la cabeza. De vez en cuando fumaba un pitillo o simplemente miraba el mar, mientras el niño, tan tranquilo como su padre, se bañaba los pies en la orilla o corría a atrapar las olas. Antes de anochecer comieron juntos un bocadillo y él le dio un yogur y volvió a su posición, reclinando la cabeza en la mano, aparentemente feliz.
El sol, en su declive, se había ocultado tras el puerto, y el cielo y el mar desplegaban toda su gama de azules. Los barcos petroleros anclados al fondo empezaban a abrir sus luces. Unas nubes tan finas como telarañas cambiaban del rosa al malva para confundirse en la más absoluta oscuridad. Poco a poco, la bahía se llenaba de pequeñas embarcaciones y las luces de la ciudad hacían cambiar el decorado. En todo momento parecía que formábamos parte de una pintura al óleo. A la hora señalada se apagaron las luces del paseo y el cielo empezó a brillar en mil colores y formas que se reflejaban en el mar. El humo corría en dirección a las barcas, que sólo se distinguían por sus luces de colores, como si, de repente, una gran neblina las hubiera borrado. Brindamos con cava no sólo por el espectáculo, sino por la maravilla de poder estar allí, tumbados en la arena, formando parte de miles y miles de personas reunidas como nosotros por algo tan sencillo como comer una tortilla mientras se mira al cielo. Se abrieron las luces y la gente empezó la retirada, igual que las barcas. Y la verdad: la arena seguía tan limpia como antes de la marabunta. El hombre tranquilo aún estuvo tumbado un buen rato. Vistió al niño, se puso unos pantalones cortos y se fueron sin prisas. Los fuegos duran hasta el sábado. Un jurado compuesto por 17 miembros escogerá al ganador, que será el encargado de disparar los fuegos artificiales de las fiestas de Santa Tecla. El espectáculo del cielo vale la pena, pero lo que se vive en la playa vale mucho más.
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