La gorra del abuelo Teófilo
La familia de Mayo recuerda los tiempos en que tenía anemia y las dos piernas escayoladas
"¡Vamos, vamos, cariño, que sí, que sí, vamos, vamos!" Iban Mayo, en el televisor, miraba hacia atrás, se acomodaba el maillot, sonreía, levantaba los brazos, gozaba en la meta del mítico Alpe d'Huez sabiéndose ganador de la etapa soñada durante años. En Igorre (Vizcaya), su pueblo natal, en su domicilio familiar, unos bloques situados al final del casco urbano del pueblo (unos 4.000 habitantes), -rodeado de pequeños barrios de caseríos-, su madre, Mari Vega, no podía contener la emoción viendo a su hijo Iban entrar en la meta, conseguir su mayor éxito. Había un pequeño detalle que elevaba el tono emocional del momento: hacia dos horas que Iban Mayo había cruzado la meta del monte de las 21 curvas y lo que salía en el televisor era la imagen grabada del final de carrera. Cada vez que se repetía la imagen, Mari Vega comprobaba el éxito y animaba a su hijo: "Vamos, cariño; vamos, cariño", como si Iban Mayo tuviera que ganar todas las veces, en directo y en el vídeo, no fuera que en alguna toma Vinokurov o el insaciable americano decidieran ir a por él y arruinaran ese momento de felicidad.
En Igorre, Iban Mayo ganó ayer muchas veces la misma etapa. En directo, en el momento de la verdad, convirtió su casa en un valle de lágrimas. "Entre la madre y la abuela me han hecho llorar más de lo que yo creía. Ha sido algo contagioso hasta convertir el salón en una llorera permanente", comentaba Francisco, su padre, un malagueño que emigró con 15 años a Aragón y de allí se dirigió a Igorre donde trabaja desde entonces como metalúrgico en una cooperativa. "Nos ha tocado sufrir mucho", recordaba. "A mí por mi condición de emigrante, que siempre es algo muy duro de llevar, y a Iban porque ha tenido que soportar muchos problemas. Por eso la victoria adquiere más valor todavía".
Se refería Francisco, -"aunque todo el mundo me llama Mayo"- a los problemas de anemia que tuvo Iban en su primera época como ciclista y al accidente de coche posterior que sufrió cuando cumplía la prestación social sustitutoria en la Cruz Roja. "Daba lástima verle venir de entrenarse, blanco, con los ojos hundidos, preguntándote 'papá, qué me pasa', y viéndole irse al cuarto llorando", recuerda su padre, "o cuando había que llevarle en brazos con las dos piernas escayoladas tras el accidente".
Todos esos recuerdos -"y los problemas que tuvo para dar el salto a profesionales, de los que prefiero no acordarme"- se agolpaban ayer en el salón de una casa donde la televisión repetía una y otra vez la imagen de un Iban Mayo triunfador, mientras se agotaba el champán, atendiendo a amigos y periodistas.
En el pueblo se apreciaba la absoluta normalidad de una tarde gris impregnada de sirimiri. Los vecinos se hartaban de indicar dónde vivía la familia Mayo, incapaz de vencer, horas después, la tensión del momento. La obsesión familiar se resumía en una frase: "Queremos hablar con Iban, pero no hay manera", decía su hermana Leire. "He hablado con su novia, que está allí, y le he insistido para que nos llame". Necesitaban hablar con él, decirle eso de "vamos, vamos, cariño", o que ganará otra etapa o que luchara hasta la última gota de sudor. La televisión daba paso al protagonismo de otro artefacto de la comunicación: el teléfono. Sobre todo su madre lo espera ansiosa. No en vano en un santiamén se le ha vaciado la casa. "Iban se ha trasladado a Durango con su novia y mi hija vive con su novio. Tengo una depre enorme".
Francisco, el padre de Iban, vió recompensada su premonición: "En su día le dije: alguna vez ganarás una de las grandes. Quiza hoy [por ayer] ha dado el primer paso". Pero para premoniciones la del abuelo Teófilo. La clave fue la gorra del Euskaltel que no se quitó de la cabeza: "Siempre que me la he puesto ha ganado algo". "¡Pues abuelo hay que ponérsela más veces!", le decía su hija. "Anda que no me han tomado el pelo mis amigos", respondía él, allí en su nube, en la nube de la alegría. Como ausente.
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