Un robot en el agua
Con 1,94 metros y 100 kilos, con unos brazos y unos pies enormes que le permiten avanzar como un tiburón, el australiano Ian Thorpe es una máquina de nadar. Y con sólo 20 años, toda una leyenda. Con él vuelve el espectáculo a los mundiales de natación que comenzaron ayer en Barcelona.
Nunca han faltado nadadores formidables en Australia, donde la cultura de la playa está firmemente instalada en el modo de vida de su gente. En este país, de siete millones de kilómetros cuadrados y apenas 18 millones de personas, el 95% de sus habitantes vive a diez minutos de la costa. El australiano adora el agua, el sol y la competición. De la combinación de estos tres elementos surgió una raza de nadadores que ha hecho historia. Australia reserva a sus grandes campeones la gratitud que en Europa o Suramérica merecen los héroes del fútbol. Suena extraño porque la natación no disfruta de un carácter masivo en el universo deportivo, ni tiene aspecto de cambiar su condición de deporte minoritario, juvenil, sin grandes recompensas económicas. Es cierto que, en los últimos años, algunos campeones le han sacado un provecho económico, especialmente a través de la publicidad; pero básicamente no ha abandonado su imagen levemente clasista, de club privado con adolescentes festivos batiéndose entre corcheras. Nada, en definitiva, que convoque a las masas. Si acaso, posee un prestigio que se diría olímpico. Cada cuatro años, en los Juegos, la natación adquiere un rango superior que le traslada casi al mismo nivel que el atletismo. Los países depositan en sus nadadores el orgullo nacional, en combates acuáticos que adquieren un valor de carácter político. Pocas cosas han herido tanto el orgullo estadounidense como su hecatombe frente a las célebres Grossen Berthas de la RDA en los Juegos de Montreal 76 y pocos momentos han producido tanto orgullo en una nación como la victoria de los nadadores australianos sobre los norteamericanos en el relevo 4×100 metros libres que se disputó en los Juegos de Sidney. Nunca había perdido Estados Unidos en esa especialidad, donde imponía irremediablemente el poderío de sus nadadores, y también su arrogancia, detestada y secretamente admirada por sus rivales. Aquella tarde de Sidney, ante 18.000 fanáticos, el equipo australiano reveló dos verdades: la excepcional categoría de sus nadadores y el nacimiento de un mesías.
Durante décadas, Australia había alumbrado campeones fenomenales. Allí, la natación no es algo menor, ni elitista. En la naturaleza de sus gentes está nadar, y en la naturaleza de sus gobernantes, construir piscinas por todas partes: en las ciudades, en los arrabales, en el campo, en las playas. De esta cultura singular surgieron nadadores legendarios: Dawn Fraser, Murray Rose, John Konrads, Michael Wenden o Shane Gould. Pero de la misma manera que Brasil esperó a Pelé o Argentina a Maradona, Australia buscaba su mesías particular, al mejor nadador de la historia; al hombre capaz de batir récords mundiales, conquistar medallas olímpicas, derrotar a los norteamericanos, y de hacer todo con una contundencia abrumadora, sin respuesta posible, adelantándose al tiempo. Ese hombre ya existe. Es Ian Thorpe.
Inolvidable jornada aquella de Sidney, con los norteamericanos defendiendo su invencible pabellón enfrente de 18.000 almas que convirtieron el recinto en un manicomio. En el último relevo, dos hombres se lanzaron al agua para cubrir los últimos 100 metros. Uno era Gary Hall, el rubio y vanidoso americano que había regresado de su particular infierno de drogas y enfermedades. A su lado se tiró Ian Thorpe, un muchacho de 17 años que tenía una nación rendida a sus pies. Los pronósticos no le favorecían en el combate con Hall, sprinter puro, de los que agotan toda su energía en dos largos de piscina. Thorpe no es de esta raza. Desde luego, no es un velocista de cuna. Su distancia natural es el medio fondo, que en natación va de los 200 a los 800 metros. Pero es tanta su eficacia en el agua que es mejor no apostar contra él. Hall había anunciado que aplastarían a los australianos como guitarras. Thorpe no dijo nada. Simplemente dejó que su impresionante poderío hablara por él. Famoso por la lentitud de su brazada, compensada por el apabullante avance de 3,7 metros en cada ciclo completo de los brazos, aumentó la frecuencia para desarrollar la máxima energía, ayudado por unos pies gigantescos que actuaron a modo de aletas. Esos pies no explican el secreto del éxito de Thorpe, pero ayudan a hacerlo. "Cuando nadas junto a él, parece que estás en el tambor de una lavadora", suele decir el surafricano Rik Neethling. Thorpe venció a Hall ese día memorable. Lo hizo a contrapelo, en una distancia que le favorece, con la inteligencia que aplica en la competición y fuera de ella.
En Ian Thorpe se reúnen todas las piezas que le convierten en un Frankenstein con bañador. Sus dimensiones parecen un poco desaforadas, no tanto por la altura -1,94 metros es una medida casi normal entre los nadadores- como por el peso, que alcanza los 100 kilos. Su enorme volumen no le impide deslizarse por el agua como un tiburón, gracias a unos brazos enormes y a sus célebres pies, tan inexplicables que Dan Talbot, uno de los entrenadores del equipo australiano, exclamó en cierta ocasión: "¡Esos jodidos pies prueban que los genes también se vuelven locos!".
¿Genética loca? En busca de explicaciones no han faltado entrenadores que han puesto bajo sospecha las aletas de Thorpe y sus fabulosas marcas. Los más quisquillosos han hablado del uso de la hormona del crecimiento (HDG), sustancia prohibida que solía extraerse de la pituitaria de los cadáveres y que ahora se sintetiza en los laboratorios. La HDG tiene efectos potentísimos en la mejora del rendimiento de los atletas, con alguna consideración añadida, como la aparición de cuadros acromegálicos, manifestados en la hiperextensión de las extremidades y del mentón. Al fondo de los comentarios aparecían los pies de Thorpe. En vísperas de los Juegos de Sidney, Manfred Theissman, entrenador del equipo alemán, acusó públicamente a Thorpe de doparse. Lo hizo sin ninguna prueba, sin un solo control que verificase su afirmación, con la contundente respuesta del nadador australiano, que se prestó a hacerse todos los controles que se le pidiesen sin otra condición que pasarlos en un laboratorio independiente. El asunto quedó enterrado. Desde entonces, nadie le ha puesto bajo sospecha. Los brazos, los pies, los descomunales cuádriceps, la quilla abombada de su pecho, todo eso es parte de un mecano que se completa con la naturalidad de su estilo, elegante y funcional, de brazada larguísima y relajada, que le permite ahorrar la cuota de energía que otros gastan en la primera fase de las pruebas. Nadar en negativo, se dice en el argot a la extraña capacidad de Thorpe para nadar más rápido en la segunda mitad de la carrera que en la primera parte. Para eso no sólo es necesario ahorrar energía sin conceder ventajas a los rivales, sino aplicar un profundo conocimiento estratégico a cada carrera. En realidad, este aprovechamiento de las cualidades atléticas es una demostración perfecta de inteligencia. Thorpe venció a Hall porque le enredó en su trampa. Le cebó, le permitió acercarse y se dejó superar. Le obligó, en definitiva, a consumir un exceso de energía que resultaba irremplazable. Cuando Hall necesitó el segundo aire, no lo encontró. Fue entonces cuando surgió el ajedrecista que Thorpe lleva dentro. Ultimó al norteamericano en el decisivo segundo largo, con la majestad que acostumbra, sin otra estridencia que la producida por la multitud que, en aquel instante, tuvo la certeza de lo que intuía desde hacía tiempo: Ian Thorpe, el chico de Milperra, era su mesías.
Su advenimiento estaba anunciado desde la niñez. Nacido en Milperra, barrio de Sidney, hace 20 años, Ian Thorpe pertenece a una familia de clase media su padre, un frustrado jugador de críquet, trabaja en la administración de los parques públicos de la ciudad, y su madre es maestra de escuela"que inició a su hijo en las costumbres habituales de la sociedad australiana. La natación es una de ellas. Su hermana Christine se había ganado cierta popularidad en las competiciones locales, en las que pronto destacó Ian. Su único problema fue una temprana alergia al cloro. Durante algún tiempo tuvo que nadar con una pinza en la nariz y la prohibición de hundir su cabeza en el agua. Con 12 años era una sensación en Sidney, con 13 comenzó a destrozar récords infantiles, con 14 entró en el equipo nacional y ganó una medalla de plata en los Campeonatos Pan-Pacíficos, con 15 venció en su prueba favorita - 400 metros libres- en los mundiales que se celebraron en Perth. Estaba irremediablemente destinado a la grandeza. En los meses previos a los Juegos de Sidney, Ian Thorpe vivió entre récords portentosos en los 200 y los 400 metros libres y su galopante celebridad. Nadie en Australia podía igualar su fama, administrada por el campeón con una naturalidad que a día de hoy no ha perdido.
De talante reservado, atento a la actualidad en cualquiera de sus manifestaciones, se le conoce una cierta afición a los juegos informáticos y una declarada pasión por el rock pegador de Offspring y Red Hot Chili Peppers. Dinero no le falta. Anunciaba coches dos años antes de alcanzar la edad legal para conducir, y su imagen es utilizada, entre otras marcas, por la compañía telefónica Telstar, los relojes Omega, la empresa de ropa deportiva Adidas y la compañía aérea Qantas. Para que este diluvio mercantil se hiciera efectivo, Ian Thorpe necesitó confirmar en los Juegos Olímpicos de Sidney su papel de héroe nacional y nadador sublime. Una imprevista derrota en los 200 metros libres frente al holandés Pieter van den Hoogenband quitó algo de brillo a su actuación, resumida en tres medallas de oro (400, 4×100 metros libres y 4×200) y dos de plata (200 metros libres y 4×100 estilos). Pero la cosecha fue suficientemente significativa de una autoridad que no se ha detenido en los últimos tres años.
Thorpe ha situado los récords mundiales "posee las plusmarcas de 200, 400 y 800 metros"en un umbral que parece inaccesible al resto de nadadores de esta generación y de la próxima. Sólo su compatriota Grant Hackett y Van den Hoogenband le han ofrecido resistencia. Quizá el tedio del éxito sea su principal enemigo para completar la victoria en el desafío que mantiene con el estadounidense Mark Spitz como mejor nadador de la historia. En el horizonte se advierten algunos síntomas de fatiga. Hace pocos meses abandonó a Doug Frost, el entrenador que ha dirigido su carrera desde niño, por Susie Menzies, con temor y cierto escándalo de la prensa australiana, que no acertaba a explicarse el cambio. Thorpe no ha ayudado a despejar los interrogantes. En el último Campeonato de Australia ganó en todas las pruebas que disputó 100, 200 y 400 metros libres, además de en los 200 metros estilos, pero no fueron las victorias de un marciano. Por una vez pareció vulnerable. Si fue una concesión o un signo de debilidad se verá estos días en los mundiales de Barcelona.
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