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Valencia, la guapa

Una campaña de publicidad y marketing sin precedentes trata de asentar la idea de que Valencia está integrándose en el circuito de las ciudades europeas más importantes. Se puede leer en las paredes de El Carmen -barrio amenazado, por cierto- una nota que nos habla de gente que desea empadronarse en Valencia para disfrutar de las maravillas que ofrece esta antigua capital de provincia.

Toda una serie de acontecimientos culturales, deportivos y urbanísticos -algunos de tiempo futuro, que en la pasada campaña electoral parecían presentes- nos sitúan, según esa lógica, en el estrellato urbano. Resulta innecesario relatarlos. Cada uno barre para su casa: los del fútbol atribuyen a la Champions nuestra fama en el mundo; los de Cultura, para sus bienales y museos; la Feria o el Puerto, para sus negocios; el Ayuntamiento para sus grandes proyectos urbanos...

El poder, el conjunto de poderes, muestra un grado de autocomplacencia sin precedentes. También, a los resultados electorales nos remitimos, una mayoría de ciudadanos comparte esa euforia. Tan sólo un reducido grupo de colectivos e individuos se atreve a cuestionar el modelo. Se trata de los de siempre, gente poco dada a asumir sin más la verdad oficial revelada, y con marcada vocación de aguafiestas.

En un debate de la reciente campaña electoral, los representantes de los dos partidos mayoritarios coincidían, matices a un lado, en que Valencia "está guapa". Por lo visto, la oposición tampoco considera correcto plantear posiciones críticas en medio de tanta felicidad y triunfalismo aparentes.

La estela del Prestige y la guerra de Irak, apenas nos han dejado espacio para analizar en qué ciudad vivimos y en qué espejo nos miramos. Da la sensación de que una parte de la Valencia conservadora mira siempre hacia Madrid pero, en realidad, quiere ser Barcelona. Debe ser una cuestión ancestral, una rebelión de parte del material genético contra tanta docilidad centrípeta. El Balcón al Mar, la avenida de las Cortes Valencianas, las reformas interiores de Ciutat Vella, la Diagonal que pretende la señora Barberá para recomponer el Ensanche a costa del futuro Parque Central, el Supermega Port, con ronda litoral incluida en forma de túnel... todo sugiere inevitablemente la comparación con la capital catalana. También lo de guapa podría venir de "Barcelona posa't guapa", una campaña de lifting del Ayuntamiento barcelonés.

Sin entrar en cuestiones de fondo, es difícil negar la espectacularidad y el impacto mediático del complejo estrella: el área de la avenida de Francia, por mucho que los contenidos no estén claros, o que la arquitectura pública supere a la privada, que para eso la primera no repara en gastos. Ya resulta más discutida la avenida de las Cortes (¿o es la autopista de Ademuz?) donde el pobre Norman Foster ha quedado eclipsado por las muestras del poderío inmobiliario.

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Pero en cualquier caso, otros éxitos como el IVAM o la colección de puentes Calatrava dan mucho juego y gusto por ampliar el muestrario. Añadamos la mejora del Jardín del Turia (probablemente el mejor proyecto urbano de la democracia, con todos sus defectos), algunos de los nuevos parques y jardines, o la reciente rehabilitación del Mercado de Colón... al margen de su contenido.

Ya sabemos que la fealdad o la belleza son cuestiones muy subjetivas, y dependen, además, de la parte del objeto observada. Pero, ¿y si miramos hacia otras partes?

Esta ciudad ha tenido, históricamente, una serie de basamentos fuertes y de gran calidad que le han dado sus particulares señas de identidad: entre otros, su clima, el centro histórico, el río, la huerta, sus playas y el conjunto Saler-Albufera. Todos estos pilares han sido seriamente alterados en las dos últimas décadas para peor.

Se puede dudar sobre el cambio climático global, pero el cambio local es incuestionable: la desaparición de arbolado en las calles, la ley del asfalto, los coches, la mala edificación y la interrupción de algunas corrientes de brisas son los responsables de ese diferencial térmico que separa el calor del bochorno y nos lleva al acondicionamiento, que a su vez genera una espiral de cambios...

Si miramos por el objetivo del centro histórico, pues sonrojo debería producir, después de tantos años, concurrir a unas elecciones municipales con las vergüenzas de Velluters, Mercado y Carmen al aire...

Desaparecido el río que dio origen a la ciudad y en trance de liquidación la huerta que nos dio de comer y mucho más; aniqui-lada la playa de Natzaret y en peligro grave El Saler y el amenazado lago, solo quedará el recurso de la nostalgia y las postales amarillentas.

Si recorremos algunos de los barrios más populares, léase Torrefiel u Orriols por el norte; Grau (prostitución en la calle incluida) Malva-rosa o Russafa (atención) por el este, Malilla o Patraix por el sur, tampoco es como para sentirse muy orgullosos. Entonces ¿a qué viene lo de Sociópolis (Bienal) para crear un nuevo barrio experimental si disponemos de un muestrario de barrios tan amplio para ensayar? ¿Por qué no comienzan por aplicar esa bella teoría de crear "hábitat solidario", "integración con la naturaleza" y "hortulus medieval" a barrios de la ciudad real como algunos de los nombrados o al mismo Cabanyal?...

Si miramos la ciudad desde la simple y llana condición del peatón, ¿cómo justificar un aire cada vez más envenenado, unas aceras cada vez más estrechas y plagadas de obstáculos y trampas, motocicletas aparcadas o en marcha, farolas de mal gusto y chirimbolos...?

Desde esta perspectiva, el objetivo de la Bienal en curso, como terapia, no está mal: puesto que la ciudad real es insufrible, soñemos con la ciudad ideal. O, como dice Maruja Torres, a propósito de la muerte de Gregory Peck, "el otro mundo empieza a ponerse interesante".

Dejemos las cuestiones sociales para otro momento. Nada diremos del empeoramiento de los servicios básicos como la vivienda, la sanidad, la educación o la asistencia social. Tampoco de la situación alarmante de la inseguridad o la preocupante escalada de incivismo de determinados sectores ciudadanos.

Entonces... ¿a qué viene tanta autocomplacencia colectiva?

Que Valencia podría ser una magnífica ciudad para vivir, para trabajar, para pasear, para disfrutar, para enriquecerse cultural y socialmente está fuera de duda. Hoy por hoy, si me permiten la disonancia, sólo sirve para que unos pocos se enriquezcan y una mayoría soporte un montón de inconvenientes.

Pero también puede suceder, parodiando al indio Seattle, que la causa sea que algunos somos unos cenizos que no entendemos nada.

Joan Olmos es ingeniero de Caminos y profesor de Urbanismo de la Universidad Politécnica de Valencia.

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