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La herencia

La política catalana y la española viven, a juzgar por lo que se lee y se escucha en los medios de comunicación, sendas atmósferas de final de reinado, un tiempo de jubilaciones y de despedidas, de confección de balances y de asunción -o rechazo- de legados. Personalmente, tales operaciones me parecen un poco prematuras, puesto que los procesos electorales a que se remiten tardarán aún entre cinco y nueve meses, y los subsiguientes relevos presidenciales no van a producirse antes de diciembre-enero en Barcelona y de abril-mayo en Madrid. Pero es difícil sustraerse a la moda y, además, José María Aznar quiso hacer del debate de política general celebrado en el Congreso de los Diputados a principios de esta semana no sólo el ring donde noquear a la oposición socialista, sino también un escaparate apologético de sus siete años de gobierno. Aceptémosle, pues, el envite, y examinemos -aunque sea de modo provisional- qué herencia ideológico-política dejará el ex inspector de Hacienda y ex presidente de Castilla y León tras sus dos cuatrienios en La Moncloa.

Si apartamos a un lado la bronca, el jefe del Gobierno erigió como columna vertebral de su discurso la que lo ha sido de su liderazgo desde 1996, sobre todo desde la mayoría absoluta de 2000: el programa reestatalizador. No se trata ya de un parón autonómico, ni de esa involución centrípeta camuflada bajo la falaz etiqueta de "patriotismo constitucional": ahora, Aznar proclama sin embozo como prioridad de su fin de mandato y principal encargo a su sucesor "el reforzamiento de las funciones esenciales del Estado", "el fortalecimiento de sus instituciones" y la lucha de éstas contra las aspiraciones de vascos o catalanes a un mayor autogobierno, unas pretensiones que el líder del PP cataloga genéricamente como intentos de "desvertebrar" España, lo mismo si parten de Juan José Ibarretxe que de Iniciativa Verds, de Convergència i Unió (CiU) que de Esquerra y hasta del Partit dels Socialistes.

Así pues, el rubro más importante del legado aznarista va a ser éste: la petrificación, el cerrojazo al modelo de Estado, con la voluntad añadida de transformar de facto las autonomías en meros organismos administrativos a los que estará vedado incluso pagar a las viudas un complemento de pensión, no digamos ya participar en la Unión Europea. El presidente -y el Partido Popular tras él, como un regimiento prusiano- no ha dudado en sacrificar a este gran designio la independencia y el prestigio de órganos e instituciones fundamentales, poniéndolos bajo la dirección de personas identificadas o dóciles con su visión de España: don Manuel Jiménez de Parga en el Tribunal Constitucional, don Jesús Cardenal en la Fiscalía General del Estado, don Pedro Meroño en la Comisión Nacional de la Energía, don Enrique Múgica como Defensor del Pueblo... Aznar y los suyos han criminalizado determinadas adscripciones ideológicas, han jugado una y otra vez a la sinonimia entre "nacionalismo" y "terrorismo" aun a costa de mentir a sabiendas (véase el caso reciente de los cinco alcaldes socialistas navarros, bien explicado en EL PAÍS del pasado 22 de junio), han puesto las relaciones entre el Gobierno central y el Ejecutivo vasco en el umbral mismo del choque de trenes y han evocado con inaudita frivolidad -¿o es una amenaza seria?- la suspensión de la autonomía vasca en virtud del artículo 155 de la Constitución.

Naturalmente, esta operación de taxidermia política, esta voluntad de convertir lo que debía ser un sistema vivo y cambiante (el Estado autonómico) en un muñeco inerte relleno de serrín, ha ido acompañada del envilecimiento sistemático de una cultura democrática española que ya estaba lejos de ser oro de ley. Y el presidente Aznar López ha redondeado la faena imponiendo un estilo político-personal que cabe calificar sin hipérbole de agresivo, arrogante, engreído, desdeñoso, sectario y faltón.

"Bien", dirán los optimistas, "pero al fin y al cabo este hombre se marcha en menos de un año, ¿no? Pues paciencia, que ya queda poco...". Sin embargo, la cosa no es tan sencilla porque el prolongado, absorbente y exitoso liderazgo de Aznar ha modelado al PP a su imagen y semejanza, y ha convertido sus obsesiones en escuela de pensamiento orgánico. Por ejemplo, el pasado sábado, durante el debate de investidura en la Asamblea de Madrid, Esperanza Aguirre afirmó que el PSOE "no es de fiar" porque es capaz de gobernar "con partidos anticonstitucionales, aconstitucionales, oportunistas o simplemente impresentables"; luego, la candidata puso como ejemplos de tal gama al Partido Aragonés Regionalista, al Bloque Nacionalista Galego, a Esquerra Republicana y al GIL, y se quedó tan... pizpireta.

Con todo, lo más dañino de la herencia de Aznar no es que haya desacomplejado y dado un baño de falsa modernidad al ancestral españolismo de la derecha de siempre, que le haya puesto a la caverna una decoración de diseño. Lo peor es que ha conseguido contaminar con sus esquemas a una parte de la izquierda, según pudo comprobarse en el pasado debate parlamentario. No, no me refiero a los zafios exabruptos del socialista Jesús Caldera por los pasillos (con el tamayazo en curso, es comprensible que el pobre esté de los nervios), sino a algo mucho más significativo: al modo en que José Luis Rodríguez Zapatero contraatacó echándole en cara al presidente sus pactos pasados o presentes con el Partido Nacionalista Vasco o CiU -como si fuesen algo poco honorable o sospechoso- y a cómo trató de desbordarle en patriotismo subrayando que el PSOE no apoya el "proyecto de libre o semilibre asociación" de Convergència.

Llámenme pesimista, pero temo que, como el Cid, Aznar siga ganando batallas después de... jubilado.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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