Contra la diversidad de opiniones
La agencia federal que regula el funcionamiento de todas las formas de expresión periodística en Estados Unidos se llama Federal Communications Commission (FCC). Recientemente, este organismo tomó una decisión de trascendencia histórica, pues va a afectar profundamente a lo que los norteamericanos podrán ver, escuchar o leer en cualquier medio que la prensa usa hoy o adopte en el futuro inmediato, restringiendo severamente la diversidad de la información masiva.
La libertad de que gozan estos medios en Estados Unidos se basa en los principios básicos del mercado y la libre competencia, lo que significa que tiene las limitaciones inherentes a todo poder económico, pero también las garantías de expresar puntos de vista diversos como salvaguarda contra el directo control de la información por el Estado o por monopolios privados. Amparándose en esos principios, hace 28 años (cuando se producía la expansión de las grandes cadenas de televisión nacional) se estableció una regla que prohibía que una persona o corporación tuviese la propiedad conjunta de un periódico y de una estación televisiva en la misma ciudad, lo que ahora queda autorizado. Igual ocurrirá con la disposición que establecía que una entidad sólo podía tener dos estaciones de televisión en las ciudades más grandes; también se relaja la prohibición de que una red nacional tenga emisoras locales que representen más del 35% de la audiencia total, al fijar el límite en el 45%.
Estos cambios estaban asegurados antes de que fuesen siquiera discutidos por la FCC y se anunciasen oficialmente, debido a la actual composición del organismo: tres de sus cinco miembros son del Partido Republicano, cuyas opiniones al respecto eran bien conocidas. Y peor es que quien preside el cuerpo sea Michael Powell, hijo del poderoso secretario de Estado Colin L. Powell, lo que crea la inevitable sospecha de que el verdadero propósito de estas reformas es favorecer a los magnates que operan los medios masivos, es decir, la clientela nata del presidente Bush, ya en plena campaña para su reelección.
Así se confirma una tendencia que se venía notando desde los años de Ronald Reagan, para cuya Administración la información era un negocio como cualquiera; uno de sus representantes en la FCC de ese tiempo dijo que un receptor de televisión era simplemente "una tostadora con imágenes". Gentes y empresas como Rupert Murdoch, Viacom, Disney o Time Warner, que hicieron un intenso lobbying en favor de los cambios recién aprobados, deben estar muy contentos. No sólo se producirá una mayor concentración del poder económico en esa área, en perjuicio de entidades con recursos más limitados, sino que se compromete seriamente el libre acceso y difusión de opiniones discrepantes, lo que hace más cómodo su silenciamiento o marginación por presión de los grandes intereses.
El tema es de fondo porque pone en juego dos de las fuerzas capitales de la moderna sociedad democrática: la libre competencia y la libertad de expresión. Sus respectivos conceptos, límites y derechos generalmente confluyen, pero también chocan, más en el terreno de la práctica que en el filosófico. La ley fundamental de la empresa capitalista es el lucro y el afán permanente de incrementarlo a toda costa; una empresa comercial no está concebida precisamente como una entidad de beneficiencia, pero eso no quiere decir que esté exenta de cumplir con su responsabilidad social. Toda medida que garantice el equilibrio entre unos y otros es esencial para asegurar el bienestar general.
Ese equilibrio es extremadamente difícil de alcanzar porque el impulso de los que tienen más por tener aún más es parte de la naturaleza humana y una regla no escrita, pero que todos siguen en el mundo de vastos conglomerados y corporaciones que caracteriza a la actividad financiera de nuestro tiempo. Ese peligro es siempre grave, pero lo es más cuando lo que está en juego no son simples productos de consumo o servicios, sino la información y toda forma de mensaje o expresión que afecte nuestro conocimiento, sensibilidad y percepción del mundo. Un ejemplo notorio es el que brindan los criterios según los cuales la televisión organiza sus programas y decide lo que vemos y cómo lo vemos. Como todo está subordinado a los ratings, es el volumen de la teleaudiencia lo que decide si un programa continúa o se cancela. Este método podría considerarse "democrático", pues es la mayoría la que con su "voto" decide el resultado final. Pero en verdad esconde un astuto sofisma: es la calidad cada vez más deleznable de la oferta la que, hábilmente manipulada y comercializada, elige realmente por nosotros y no nos deja muchas opciones. Así se explica el creciente fenómeno de que los programas que se ocupan de asuntos que "no venden" -como espacios informativos, de debate o culturales- vayan desapareciendo progresivamente o tengan que volverse más frívolos para sobrevivir. Es decir, estamos a su merced.
Más crítica es la situación cuando se trata de asuntos de "interés público" sobre los que pesan más los intereses políticos. Quizá sorprenda a algunos la afirmación de que, comparada con la prensa española y, en general, europea, la norteamericana mostró menos variedad y flexibilidad ante las voces que se alzaron en contra de la guerra en Irak. La abrumadora capacidad del Gobierno norteamericano para diseminar sus mensajes, subrayarlos cientos de veces y machacarlos en la conciencia ciudadana, no hace necesaria la existencia de una prensa oficial o la censura: los distintos órganos de prensa se alinean espontáneamente y se homogenizan según los intereses del poder central cuando el Gobierno exalta el patriotismo o la defensa nacional. Las voces disidentes no faltan, pero suenan aisladas: quedan sumergidas en la corriente general y su impacto es más bien lateral. (Cuando esas voces provienen de sectores intelectuales, la indiferencia es mayor por el escepticismo histórico de este país cuando sus representantes más ilustrados intervienen en cuestiones políticas).
No es muy aventurado predecir que, con las nuevas medidas adoptadas por la FCC, las demandas de ése y otros sectores minoritarios de opinión serán aún más marginales y fáciles de descartar.
José Miguel Oviedo es profesor de Literatura en la Universidad de Pensilvania.
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