Qué nos hacen
Hay palabras pequeñas que dicen verdades grandes, nombres modestos que se asoman a los problemas de Estado, los artículos de fondo y las declaraciones solemnes igual que animales a sus madrigueras. Si pensamos dos veces lo que está ocurriendo en la Comunidad de Madrid, a lo mejor nos damos cuenta de que, a estas alturas del golpecito, la pregunta que más interesa no es qué son los tránsfugas, sino qué significan. Lo que son, lo sospechamos todos -digo todos porque no hay nadie que desprecie tanto a un corrompido como su corruptor, que es quien mejor sabe lo poco que vale- hasta tal punto que no hay insulto de los que les han caído encima que no parezca retratarlos como una máquina de rayos-X y adaptárseles como un guante de goma a la mano de un cirujano.
Pero importa más la otra pregunta: ¿qué significa lo que han hecho? ¿De qué cáncer es un síntoma? Si la gente de esa calaña, servil por naturaleza, siempre prefiere ser cola de león a cabeza de ratón, ¿de qué león estamos hablando? Sin duda, estamos hablando del león de las constructoras, esa fiera todopoderosa que se ha hecho fuerte pervirtiendo las leyes de la lógica y del espacio: cuanto más grande es, más invisible se vuelve. Es lo que pasa con los buenos negocios, que hacen que los que mandan miren para otro lado.
Quizá la mejor manera de buscarle una respuesta a lo que está pasando sea fijarse en esos pequeños nombres que han ido apareciendo al lado del de Madrid y que se vinculan a la trama mafiosa y a sus diversos conspiradores: Majadahonda, Las Rozas, Alcorcón, Humanes, Collado Villalba, Ajalvir, Pozuelo de Alarcón... Pueblos en los que la especulación inmobiliaria ha sido tan feroz que, hoy en día, los que ya eran lugares destinados a convertirse en ciudad-dormitorio se han transformado en meras montañas de cemento y los que eran sitios agradables han perdido sus atributos, han sido demolidos y degradados hasta volverse irreconocibles.
Buena cosa para los especuladores, eso de convertir todos los paraísos en el mismo infierno. Ayer mismo, de hecho, les dieron buenas noticias: en el último año, el precio de la vivienda ha subido en Madrid más de un veintidós por ciento y el metro cuadrado ya cuesta 2664 euros de media. ¿De qué son un indicio o ejemplo los dos Judas de moda? Pues, seguramente, de eso que todos intuimos desde hace tanto: en muchas partes hay políticos que saben volver el cemento en oro, no necesitan más que su firma y su falta de conciencia para lograrlo. Pura alquimia.
Cómo vive la gente, esa es otra buena pregunta. Cómo vivimos gracias a ellos, en sus ciudades utilitarias, oscuras y herméticas, donde todo lo vulgar está en primera línea y todo lo bello ha sido abolido. De qué modo lo único que consiguen las recalificaciones más o menos legales, la sustitución de zonas verdes por bloques de hormigón y demás delitos medioambientales es reproducir en el lugar adonde vamos los vicios del lugar del que huimos. Ése es el concepto del llamado mundo global que tienen los desalmados.
Claro que las generalizaciones siempre llevan implícito un grado de injusticia, y de hecho los más poderosos constructores del país se han preocupado, en esta ocasión, de llamar a quienes tenían que llamar para quitarse de en medio: no tenemos nada que ver con esta historia; nosotros, por esas minucias, ni nos levantamos del sillón. Lo cual no se sabe si alivia o da más miedo.
Pero la cuestión no es tanto quiénes han hecho lo que han hecho en este caso, sino cómo es posible que las manos que mueven un país estén, quizá, tan manchadas de quién sabe qué.
La verdad, creo que millones los madrileños no tienen más que levantarse por las mañanas, darle un vistazo a sus calles, comparar lo que eran y lo que son, por ejemplo, lugares como Majadahonda, Las Rozas, Collado Villalba o Pozuelo de Alarcón y darse cuenta de lo fácil que les habrá sido a quienes saben demoler ciudades enteras sin que les tiemble el pulso, romper una urna electoral y convertir los votos que había dentro en simple papel mojado. En esos pequeños nombres de sitios pequeños está la clave de este asunto. Algunos, claro, lo negarán hasta la sepultura. Algunos, literalmente, tienen la cara de cemento.
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