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Autoritarismo global

La utilización del término imperio aplicado al actual sistema político de Estados Unidos en su proyección mundial es cada vez más general sin que dispongamos hasta ahora de un solo análisis convincente que apunte a su caracterización específica. Lo que es muy necesario por la equivocidad de una designación categorial que ha recubierto realidades tan distintas y que apoya su entidad teórica en la contradicción básica entre un núcleo ideológico de condición tradicional y particularista y una pretensión universal volcada a la expansión y a la hegemonía. Eisenstadt, en su libro pionero The Political Systems of Empires -The Free Press; Nueva York, 1963-, insiste en la inestabilidad que genera esta paradoja por la ausencia de una lógica racional-legal de alcance mundial, por la imprecisión de sus confines territoriales y sobre todo por la inexistencia de una estructura de poder única y efectiva, lo que la obliga a existir en estado de crisis permanente y la condena a la implosión a plazo más o menos largo. No otra cosa dicen Michael Hardt y Antonio Negri cuando, situándose bajo los auspicios de la posmodernidad, escriben -en el ambicioso intento que representa su libro Empire; Harvard University Press, 2000- que "la crisis es inmanente al imperio e indistinguible de él". Todo lo cual nos cura de la falsa y convencional identificación del sistema imperial con las formas políticas totalitarias y autocráticas, que se pretenden duraderas e inmutables, y nos lleva a explorar otros regímenes políticos que, lejos de la hoy impensable fórmula del Estado colonial, se sitúan en modalidades más blandas de dominación y en soportes doctrinales de legitimadora consonancia democrática. Ésta es, por ejemplo, la posición del profesor de la Universidad de Harvard Michael Ignatieff -Human Rights as Politics and Ideology, Princeton University Press-, que, coincidiendo en ello con los ideólogos del Project for a New Century, valedores oficiales de la opción de Bush, propugnan una perversa e interesada amalgama de hegemonía militar y de preparación a la democracia, muy próxima a las formulaciones de los regímenes autoritarios de los cincuenta y sesenta.

El antagonismo Este-Oeste, la lucha comunismo contra democracia y su concreción en la guerra fría llevan a Estados Unidos, por una parte, a reforzar su armadura ideológica con la Doctrina de la Seguridad Nacional, que postula la necesidad de contar con Estados fuertes, que reclama para sus aliados -David M. Abshire and Richard V. Allen National Security: Political, Military and Economic Strategies in the Decade Ahead; Praeger; Nueva York, 1963-, y por otra, a ensanchar la base de sus posibles alianzas, al distinguir entre Estados totalitarios de naturaleza y principios nazis o comunistas, con los que se decreta que no cabe ningún tipo de colaboración, y regímenes de origen y condición autoritarias, con frecuencia militar o paramilitar, que se consideran menos reprobables y a término democráticamente recuperables, con los que, en consecuencia, son posibles las asociaciones limitadas. Gabriel Almond -Comparative Political Systems; Free Press, 1956- y Herbert Matthews -The Yoke and the Arrows; Brazillier; Nueva York, 1957- son quienes primero lanzan en el mundo académico el tema del autoritarismo. Pero su expresión más formalizada viene de la mano del politólogo Juan Linz, que ya en 1964, al configurar al franquismo como un autoritarismo, en An Authoritarian Regime: Spain, no sólo justifica doctrinalmente la colaboración de Estados Unidos con España, a la que había dado paso la visita de Eisenhower a Madrid en 1959, sino que ofrece la versión más completa y de más larga vigencia del régimen autoritario. Sus principales características son la carencia de un corpus ideológico rígido y cerrado al que sustituyen unas opciones centrales en torno de la nación, la religión y la economía; la existencia de una única formación política constituida por la agregación de diversas corrientes doctrinales y grupos políticos y sociales, que no funciona con la rigurosidad de un partido único; el reconocimiento y la aceptación de un pluralismo limitado dentro de un marco de perfiles bien definidos.

Este modelo de régimen, situado en una perspectiva global, este franquismo mundializable, es el que más adecuadamente corresponde al artefacto geopolítico que está promoviendo Bush Jr., y que espera que nos contenga a todos. Su gran acierto ha sido armarlo en torno de unos pivotes centrales -integrismo religioso, mesianismo nacionalista, oligopolización empresarial y dirigismo económico- que corresponden y se apoyan en grandes tendencias existentes y, en algún caso, incluso dominantes en su país, que él radicaliza y nos presenta en su versión más tradicional y popular. Y así lo ha hecho con el fundamentalismo religioso, tan presente en la doctrina y en las prácticas del actual Gobierno de Estados Unidos, como puede verse en sus continuas invocaciones públicas a Dios; en su orientación regresiva en materia de moral sexual; en su rechazo de las consecuencias sociales de la investigación científica de vanguardia -Darwin y la evolución, la clonación-; en su oposición al aborto y a las ayudas a las madres solteras; en el recurso a la retórica integrista para acompañar sus principales acciones políticas -la lucha del bien contra el mal; el lanzamiento de cruzadas, de resonancias directamente franquistas, contra sus enemigos- que han encontrado unos resonadores muy eficaces en los telepredicadores de que ha querido rodearse -Billy Graham, Pat Robertson, Jerry Faldwell-, que nos recuerdan, en mucho más histriónico y apocalíptico, a los brillantes Jesús Urteaga y Ángel García Dorronsoro, que fueron contrapartida del destape, el turismo y el desarrollo de los españoles de los sesenta. Con la diferencia de que el clima general de religiosidad pública norteamericana, que los más de 2.000 soportes mediáticos -emisoras y cadenas- de inspiración bíblica alimentan y animan, es más opresivo que lo era el franquista.

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Por otra parte, más allá de la permanente tentación de enclaustrarse en su espacio geopolítico, el rasgo dominante del nacionalismo norteamericano es su carácter mesiánico, su compromiso con la salvación de la humanidad, salvación que considera a Estados Unidos como el modelo por excelencia de la civilización occidental, cuya misión fundamental consiste en asumir el rol de defensa y guía de todos los demás. Escorada del lado de Renan, mucho más que del de Herder, la concepción norteamericana de nación corresponde a la tesis de Ernest Gellner (Nations et nationalismes; Payot, 1989) según la cual es el nacionalismo el que crea la nación y no al contrario. Ese voluntarismo, ese compromiso radical con su misión, es el que le lleva a rechazar cualquier imposición exterior, sea de carácter fáctico o normativo, que pueda suponer alguna cortapisa a esa misión y que le ha hecho oponerse a la Corte Penal Internacional, al Protocolo de Kioto y a los nueve acuerdos para reforzar la seguridad mundial aparecidos, durante la última década, en el ámbito internacional. La impugnación norteamericana del multilateralismo -National Security Strategy for the United States of America, www.whitehouse.gov- se funda en la inaceptabilidad de un planteamiento que sitúa a EE UU al mismo nivel, en derechos y obligaciones, que los otros países y fragiliza en consecuencia su perfil simbólico, sus capacidades defensivas y su potencia para cumplir su cometido de nación faro.

La posición de Bush Jr. respecto del liberalismo es muy contradictoria y ha generado una gran confusión. Por una parte, se presenta políticamente como liberal, y por otra, tanto en sus formulaciones doctrinales como en sus decisiones políticas y en la elección de sus colaboradores, sigue una línea cerradamente regresiva que ha recibido el calificativo general de neoconservadora -los neocons de la prensa norteamericana- y que en términos europeos habría que calificar de reaccionaria. Sus intervenciones en el mundo económico a favor de las multinacionales; su defensa de las concentraciones empresariales y de los oligopolios, ilustrados por sus tomas de posición a favor de Microsoft en su enfrentamiento con diversos Estados norteamericanos a propósito del episodio Windows; su política de reducción de las medidas antimonopolio en el campo mediático; las ayudas públicas a las empresas privadas, sobre todo bancos y cajas de ahorro, en dificultad; la extraordinaria confusión de esferas y de intereses públicos y privados, en particular en la industria militar y en las actividades petrolíferas a las que las guerras de EE UU ofrecen oportunidades espectaculares de negocios y beneficios, configuran un paisaje económico presidido por esa extraña pareja que forman el dirigismo económico y las multinacionales. ¿Se trata de un dirigismo paraprivado?

Esta prevalencia económica contradice, sin embargo, la línea principal de la política exterior del Gobierno de EE UU, que se quiere absolutamente liberal en su negativa a aceptar cualquier principio o pauta que pueda limitar en algún sentido su libertad, en base a la total libertad de los Estados. Esta declaración de liberalismo radical que consagra la legitimidad del individualismo de los Estados refuerza el unilateralismo exterior de Bush, justifica el equilibrio como resultado de la fuerza, único criterio válido para la estabilidad del sistema mundial (Robert Kagan) y reduce el multilateralismo internacional a la prolongación de la voluntad de los Estados que puede ser de resultados convergentes o antagónicos. Esa indeterminación que empuja al choque de países y de civilizaciones es la que justifica la existencia de un poder hegemónico capaz de gestionar, sin que la violencia aparezca como principal determinante, cierto orden global.

Para que dicho orden exista y funcione, dos condiciones son necesarias: un referente de fuerza, susceptible de ser activado en las ocasiones excepcionales que así lo exijan, y una estructura sistémica que lo encuadre y le dé sentido en su ejercicio cotidiano. La primera está representada por las fuerzas de EE UU, presentes de manera permanente en 41 países -15 europeos, 13 asiáticos, 7 del Golfo y 6 latinoamericanos- que forman un verdadero entramado guerrero, bien como consecuencia de antiguos tratados, bien a título de asistencia técnico-militar, bien como avanzadillas del poder norteamericano. Pero su virtualidad depende de la segunda, es decir, de la consistencia y eficacia del régimen político que garantice la operatividad local y mundial de su clase dirigente, gracias a la convergencia de propósitos entre los núcleos dominantes de la sociedad civil y una formación política monopolista o partido único dentro del régimen que estamos examinando; esa función la cumple el colectivo que se califica de partido americano, del que forman parte individuos y grupos que, como es propio de este tipo de organizaciones, tienen muy diversa condición e ideología, pero se identifican con la voluntad de dominación del Gobierno de EE UU. ¿La amenaza que supone el autoritarismo global para los derechos humanos y la autentificación de la democracia se acentuará en los próximos años o dará paso a la gobernación democrática del mundo? En manos de los próximos inquilinos de la Casa Blanca, de la opinión pública mundial, pero también de Europa, está la respuesta.

José Vidal-Beneyto, catedrático de la Universidad Complutense, es editor de Hacia una sociedad civil global

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