El cielo esta enladrillado
"El cielo está enladrillado. ¿Quién lo desenladrillará? El desenladrillador que lo desenladrillare buen desenladrillador será". El trabalenguas que recitábamos en nuestra infancia parece cobrar vida propia en estos días en que agotamos la monotonía del curso escolar, del curso político, del curso futbolístico, y de todos los cursos que puedan caber entre el comienzo del otoño y el fin de la primavera, mientras nos adentramos en esa otra monotonía del período estival, para algunos mero tránsito hacia la ansiada normalidad que llega cuando las hojas de los árboles comienzan a caer.
Cuando parecía que los grandes temas de los meses anteriores -incluida una guerra provocada para impedir el uso de unas armas de destrucción masiva inexistentes- iban muriendo mediáticamente, y sólo quedaban para el verano los rescoldos del enfrentamiento entre el Tribunal Supremo y el Parlamento vasco, como prólogo de las habituales guerras de banderas y otras castizas tradiciones veraniegas autóctonas, resulta que, según nos anuncian, vamos a asistir en las próximas semanas a revelaciones y decisiones trascendentales para el futuro de nuestra democracia. Según nos dicen, el asunto sólo es comparable con el golpe de Estado del 23-F. Y es que, de pronto, como por arte de magia, el episodio de los diputados tránsfugas de Madrid parece destinado a convertirse en el escaparate de una podrida democracia municipal, la democracia del ladrillo, y a proporcionarnos un verano lleno de sensaciones fuertes.
Resulta bastante llamativo que, de pronto, empiecen a ponerse nombres y apellidos, fecha y lugar, a numerosas actuaciones fraudulentas que, supuestamente, todo el mundo conoce desde siempre. A tenor de lo que se nos cuenta estos días en los medios de comunicación, perece no haber municipio en el que alguna sospechosa connivencia entre constructores y políticos no haya derivado en operaciones urbanísticas generadoras de pingües beneficios para una de las partes, o para ambas. Todo el mundo sabe que determinados solares se recalifican trasladando sobre un plano la caprichosa línea que separa el suelo urbanizable del que no lo es, sin que los criterios para ello sean suficientemente explícitos. Todo el mundo sabe que el mercado de la vivienda ha hecho inmensamente ricos a algunos, mientras el personal de a pie se hipoteca para toda la vida, para poder acceder a un puñado de metros cuadrados en el que sentar sus reales. Todo el mundo sabe que los señores del ladrillo se han convertido en personajes con poder suficiente para comprar votos y voluntades, a base de explotar esa especie de oro rojo de nuestro tiempo.
Todo el mundo sabía todo, pero el caso es que nadie consideraba necesario hasta ahora destapar toda esta basura, transmisora de injusticia social, y cáncer de nuestra democracia. Todo está enladrillado, pero nadie hasta ahora ha querido desenladrillarlo. Y uno, ingenuamente, piensa que los ciudadanos tenemos derecho a saber porqué. No sólo a ser informados en detalle aquello que todo el mundo parece ya saber, sino a conocer el motivo por el que los partidos políticos han preferido mantener hasta hoy en el limbo de la inopia colectiva un asunto de tanta trascendencia. Se nos anuncian ahora querellas e investigaciones por doquier, y aparecen justicieros dispuestos a desenladrillar la vida política. Jose Luis Rodríguez Zapatero advierte que posee mucha información y que próximamente va a revelar datos impactantes. En el PP responden aireando chanchullos urbanísticos en los que también se han visto involucrados cargos socialistas durante los últimos años. Y la ciudadanía mira atónita el espectáculo, mientras hace cuentas para poder pagar su vivienda y llegar a fin de mes.
Todo parece estar enladrillado. El suelo de nuestros pueblos y ciudades se ha convertido en oscuro objeto del deseo de especuladores, con la complicidad de bastantes políticos, como todo el mundo sabe. Y el cielo de nuestra democracia ha acabado por enladrillarse. ¿Quién lo desenladrillará?
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