Hedor a corrupción
A veces en la lotería de Navidad algún desaprensivo reparte participaciones de un décimo que no ha comprado. El que se descubra depende casi siempre de la escasísima probabilidad de que toque el número. Si en la autonomía de Madrid se hubiera mantenido la mayoría absoluta del PP o ganado la izquierda por una mayor diferencia, hoy sería calumnioso dudar de la integridad moral de uno solo de los designados por los partidos para formar sus listas. Importa dejar constancia de un hecho capital que los partidos se han encargado muy bien de mantener en la penumbra, y es que el incidente no hubiera ocurrido con unos resultados menos ajustados. Sólo por esta maldita casualidad hemos podido vislumbrar entre una densa niebla las miasmas de la corrupción. Muchos piensan que se divisa tan sólo la punta del iceberg; mientras que los partidos, en cambio, defienden la honorabilidad de los elegidos en las listas que han confeccionado, aunque reconozcan que sea inevitable que entre tantos no se cuele algún sinvergüenza. Opinión tan convincente como la de afirmar que únicamente han vendido participaciones sin haber comprado el décimo aquellos que han tenido la mala suerte de que les haya tocado.
Lo que más descorazona en esta historia es que los dos diputados díscolos tratasen al principio de justificar su comportamiento, alegando que querían evitar una coalición con Izquierda Unida. En la primera comparecencia ante los medios de comunicación Rafael Simancas desmontó esta explicación, argumentando que, de ser así, debieron haberla esgrimido en el lugar y en el momento oportunos. Digno de consignarse, en todo caso, es que entrara en esta discusión, pese a que el pretexto aducido no se sostenga lo más mínimo; resulta evidente que el que estuviere en contra de una coalición, por lo demás cantada, con Izquierda Unida no podía ir en las listas del PSOE.
A las pocas horas se produjo la mayor sorpresa, al ser expulsados del partido los dos diputados rebeldes, sin darles la oportunidad que pedían de hablar con el secretario general y exigiéndoseles que dimitieran inmediatamente. Cambio tan brusco hubiera parecido tan autoritario como injustificable, a no ser que se barajase ya la sospecha de corrupción, como al día siguiente hicieron explícita varios periódicos y radios. Los diputados rebeldes han intentado luego corregirse, pero ya sin la menor credibilidad, hablando de luchas internas en la federación, de compromisos no respetados, en fin, de querer tan solo reducir la presencia de Izquierda Unida al peso que le dan sus votos.
En un sistema parlamentario en el que los diputados se han convertido en meros autómatas a las órdenes de los dirigentes de los partidos hubiera sido esperanzador encontrar personas que anteponen sus convicciones a la mera obediencia interesada. Que en el Parlamento británico o en el alemán haya diputados que en algunas ocasiones votan en contra, o se abstienen en aquello que decide la dirección, es síntoma de que, pese a todo, algún resquicio queda para la conciencia individual. No se debe denigrar al que aprovecha los medios de que dispone para conseguir lo que en conciencia considera positivo. Frente a la doctrina y práctica que las cúspides de los partidos tratan de imponer es bueno para la vitalidad y decencia de nuestras democracias que haya rebeldes, aunque no tantos que el país se haga ingobernable. Sin la menor duda, se precisa un cierto equilibrio entre disciplina y conciencia; pero para alcanzarlo se requiere instrumentos que, no sólo faltan en España, sino lo que es más grave, ni siquiera se echan de menos. Un aspecto penoso de esta crisis es que, después de lo ocurrido, cada vez será más difícil criticar el principio de que el diputado que no esté de acuerdo con la dirección no tendría más que dimitir y dejar que corra la lista; lamentablemente el escándalo contribuye a que se consolide aún más el poder de las cúspides de los partidos.
La posibilidad de una negociación con los rebeldes, que en pura lógica parlamentaria hubiera sido lo más oportuno -en un grupo integrado por personas libres y responsables siempre hay que hablar y, a menudo incluso, pactar-, acabó en el instante mismo en que se hizo evidente que prevalecían intereses espurios. Pero una vez que los diputados rebeldes quedaron desenmascarados como corruptos, es ya muy difícil que la sospecha no roce a un mayor número. Por más que los partidos insistan en que la corrupción es un fenómeno individual, a la postre inevitable, debido a la naturaleza pecaminosa del ser humano, lo cierto es que siempre se produce dentro de un ambiente, con un amplio espectro de responsables, por activa y por pasiva, en el caldo de cultivo que produce determinadas estructuras sociales y de poder. Más que en la innegable corruptibilidad de la naturaleza humana, imposible de erradicar, hay que poner énfasis en la corruptibilidad del sistema, que siempre cabría corregir.
Una vez que se expande el hedor a corrupción, resulta bastante difícil limitarlo a sus aspectos singulares. Dos corruptos pueden encontrarse en cualquier grupo social, pero ¿por qué se expulsa también al señor Balbás? Dentro de la Federación Socialista Madrileña, en la política de estos últimos años ¿qué ha significado esta corriente, que se dice disuelta sin haber estado nunca formalizada? ¿Acaso los otros diputados elegidos de la misma corriente son trigo limpio simplemente porque para la operación no se necesitaba más que dos? ¿Los pertenecientes a las otras fracciones, renovadores o acostistas, son mejores que los llamados "renovadores por la base"? Si son ciertos los rumores que de estos últimos corren, y que ha corroborado el incidente en la Asamblea, ¿por qué los han integrado en las listas? ¿Quién o quiénes son los que han tomado esta decisión? Y no vale escudarse en los órganos colectivos, como los últimos responsables, ya que al final ratifican lo que han cocinado unas pocas personas en petit comité.
Con todo, lo más escabroso en esta historia es que el tufo alcanza también a los populares. Los empresarios a los que se acusa de haber comprado a los dos diputados del PSOE son afiliados del PP, se habla de reuniones en la calle Génova y se recuerda el pasado del antiguo alcalde de Majadahonda. En suma, la pestilencia llega a los dos grandes partidos mayoritarios; justamente por ello será muy difícil desembrollar la trama y sobre todo el ambiente en que se ha produci-do, máxime cuando desde un primer momento, con reproches mutuos, han acudido a los tribunales, seguros de que hasta que éstos hablen, que tardarán, se podrá mantener la olla sin destapar.
Javier Pradera, en un magnífico artículo publicado en este mismo periódico el 18 de junio, del que el mío pretende tan sólo ser una glosa, ha descrito el estado de ánimo de los militantes y votantes socialistas como el de la familia que ve recaer al hijo drogadicto que creía curado. En efecto, en el PSOE han cambiado las caras, pero el discurso y sobre todo las conductas reproducen cabalmente las de la anterior generación -tampoco en esta ocasión nadie está dispuesto a asumir responsabilidades, recurriendo de nuevo a judicializar la política-, pero con el agravante de que los epígonos están a distancia muy considerable de los modelos que imitan.
El golpe más fuerte para el PSOE es que se ha desvanecido la imagen de un nuevo empezar; para el sistema democrático, que se percibe una malla de corrupción que cubre los dos grandes partidos que tocan poder. En la lucha que en defensa de la democracia se lidia actualmente en el País Vasco, nada podía ser más perjudicial que la sombra de la corrupción cayera sobre socialistas y populares. En Cataluña, CiU ya tiene lema para la próxima campaña electoral: "No vote a socialistas ni a populares, si quiere salvar al país de las miasmas madrileñas", aunque bien pudiera ser que el mayor beneficiario al final fuera Esquerra Republicana.
Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.
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