El baratillo de los domingos
Unas 250.000 personas visitan cada domingo los 1.300 tenderetes que conforman el Rastro
A primera hora de la mañana del domingo, las calles que conforman el perímetro del Rastro se despiertan al son de la llegada de centenares de furgonetas y camiones cargados de antigüedades, zapatos, ropa nueva y de segunda mano y de todo aquello que pueda resultar atractivo a los visitantes de este famoso mercadillo madrileño.
Ir al Rastro los domingos por la mañana se ha convertido en un hábito ritual de muchos madrileños. No se suele ir allí para buscar nada en concreto, sino a ver lo que sale, y muy a menudo se vuelve a casa con algo que no se pensaba comprar. "Me he gastado toda la paga del mes, me he quedado en la ruina", comenta entre risas Sofía, una joven de edad escolar, que añade: "He venido sólo para pasear con mis amigas y tomar algo, pero he salido con miles de cosas a precio de ocasión".
Los madrileños han hecho del Rastro un ritual para combatir el aburrimiento de los domingos
Este mercadillo, sitio de visita recomendado por todas las guías internacionales de turismo, ha ido cambiando su fisonomía a lo largo de la historia. En la actualidad, y desde las últimas ordenanzas municipales, su perímetro engloba una gran manzana, casi triangular, delimitada por tres grandes vías, la calle de Toledo, la de Embajadores y la Ronda de Toledo. Unas 250.000 personas visitan cada domingo los 1.300 tenderetes que conforman el Rastro.
"¡Me han robado la cartera!". Se trata de una exclamación integrada en la jerga dominical del Rastro. Según la Policía Municipal, el mayor número de detenciones son por venta ilegal en la vía pública y por robo. "Lo que más abunda", explica uno de los 68 policías de guardia en la zona, "son las carteristas rumanas. La mayoría son menores de edad, y actúan siempre en grupos de tres o cuatro preguntando a la víctima por una dirección, mientras las demás se ocupan de obtener la cartera, el bolso o algo de su interés".
De pronto, una improvisada manta posada en la esquina de la acera perturba la tranquila ronda de uno de los policías. "Levantad inmediatamente todo del suelo", les dice a una pareja de raza oriental que vende su mercancía en la calle; "sabéis de sobra que está prohibido". El policía detiene a la pareja y se los lleva en un coche rumbo a la comisaría de Leganitos.
Desde la ordenanza municipal de 1989, todos los feriantes deben contar con el carné profesional de comerciante ambulante (renovable cada año). El no disponer de él es causa de detención inmediata.
Cada domingo, los policías inspeccionan que la descarga de mercancía se efectúe entre las siete y las nueve de la mañana. Luego realizan un exhaustivo control en cada tenderete y piden que les enseñen el permiso de venta vigente. Otros agentes se dedican a vigilar el negocio de los manteros. Cada día se confiscan cerca de dos mil compactos.
Mientras se hace el recorrido, en medio de un mar de gente, aparecen personajes muy típicos del gran escenario del Rastro: "¡Ricos barquillos!", grita un emblemático barquillero madrileño, vestido de chulo como para bailar el chotis. "¡Venga, va, sólo por un euro!", exclama un vendedor de un artilugio que imita el canto de los pájaros. Mientras, un grupo de payasos entretiene a pequeños y mayores y los músicos amenizan con arpas, guitarras o gaitas el pasar constante de la gente por las calles principales de este gran mercado.
Transcurren las horas, y a media mañana se hace imposible transitar con normalidad. El caminar se vuelve lento, y muchas personas deciden hacer un paréntesis en sus compras y tomarse un descanso. Para ellos, el Rastro cuenta con una infinidad de bares llenos de gente al mediodía. Los cafés se dejan de tomar a primera hora y son sustituidos por los bocadillos de calamares y las raciones variadas. "Nos gusta venir aquí después de la marcha nocturna", cuenta José con una caña de cerveza en la mano. Y es que los bares del Rastro son considerados por la mayoría de los jóvenes como una parada obligatoria after hours.
La mañana ha llegado a su fin, y miles de personas abandonan lentamente este singular mercado callejero. Es un gesto local que se repite en muchas otras ciudades de Europa. En Londres, la gente abandona Portobello; en París, el Marché aux Puces, o en Roma, el Porta Portese. Son concentraciones que dan vida a los desiertos y a veces aburridos domingos de las grandes ciudades.
Un bazar lleno de historias
Este famoso mercadillo madrileño, al que pueden acudir más de 250.000 personas a visitar los 1.300 puestos existentes y del cual son recogidas seis toneladas de basura al final de la jornada, es ya una tradición.
En la parte más alta predomina el comercio de artesanías, ropa y bisutería; en el centro, los muebles, las antigüedades y los cuadros, y en la zona baja, los libros viejos, los comics y los vinilos y compactos.
En la Ribera de Curtidores, lejos de la atenta mirada de los policías, se concentra un grupo de marroquíes con mercancía tentadora -DVD y bolsos Louis Vuitton originales a precios de ocasión, perfumes y cazadoras de cuero- y latinoamericanos con artesanía inca y prendas de vestir típicas de su país.
Mientras tanto, los veteranos del Rastro echan de menos a los viejos vendedores que ofrecían muñecos de trompetilla, o soldaditos de plomo a dos pesetas.
Todavía circulan por el viejo mercado las viejas historias que hablaban de las increíbles gangas que allí se encontraban: el mortero de metal que resultó ser de platino, el muñeco con monedas de oro en la barriga, el greco descubierto detrás de un mal pintado lienzo. La esperanza de encontrar una ganga está en la mente de los que acuden allí.
Anécdotas hay a millones. La más destacada ocurrió en 1908: la reina María Cristina, de paseo por el lugar, se sintió atraída por un azucarero de porcelana recién restaurado; cuando lo tomó entre sus manos, se le cayó al suelo y se hizo añicos. Doña Peregrina, la artesana que lo acababa de recomponer, fue tajante: "La jodimos, Majestad".
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