La ley del "cómo estás, majo"
Del Bosque ha logrado el éxito a base de oxigenar un vestuario estrecho y saturado de egos
"¿Cómo estás, majo?". El saludo de Vicente del Bosque (Salamanca, 1950) a un aficionado podría ser el mismo para uno de sus jugadores, un fotógrafo, o un empleado del club. Le sale con tanta naturalidad que desconcierta. Es tan amable que resuena como una excentricidad en el ambiente espeso del vestuario.
El vestuario del Madrid en la Ciudad Deportiva no tiene ventanas. Si eso, alguna claraboya. Es alargado y en algunas salitas hay que agachar la cabeza para poder andar sin darse un golpe. La luz artificial y la estrechez recuerdan más a los submarinos de la Segunda Guerra Mundial que a las olímpicas moradas que se suponen a un equipo galáctico. Como dijo McManaman en The O
bserver: "Cuando llegué, no podía creerme lo mohoso que era ese lugar".
Desde 1999, año de la llegada de McManaman, el vestuario ha sufrido un par de remodelaciones. Pero salvo por un yacuzzi y un gimnasio nuevo, la forma alargada de poliedro enterrado y angosto sigue siendo la misma. Tanto que con cada nuevo crack que se incorpora, la cabina se va quedando con menos aire para compartir. Hierro y Raúl se repartieron hasta hace poco la capitanía de la selección española. Ronaldo es capitán de Brasil. Zidane es, mal que le pese, el emperador de Francia. Y Figo la máxima autoridad en la selección portuguesa, después del seleccionador. Pronto vendrá Beckham, el capitán inglés... Y son tan grandes sus amores propios que cuando están juntos las moléculas de oxígeno caen en picado.
El ambiente se carga y la falta de ventanas no impide escuchar el ruido de la presión. El rumor sordo del chillido de los cientos de aficionados que acuden regularmente al entrenamiento. Son los representantes de la gran demanda: quieren omnipotencia, quieren títulos, quieren sentirse orgullosos, ennoblecidos. Quieren un autógrafo y esperan a la salida. Personifican la presión psicológica, la que aprieta al vestuario de adentro hacia afuera y al revés.
Cuando Del Bosque fue nombrado técnico interino del primer equipo, en 1999, convocó a un grupo de sintonía familiar. A Paco Giménez, veterano empleado del club, lo nombró espía. A Antonio Grande, ex compañero, ayudante. Y de los campos de tierra de la Ciudad Deportiva -la escala más baja en el escalafón técnico- escogió a Javier Miñano, el preparador físico, y a Manuel Amieiro, el preparador de porteros. Ni ellos mismos creyeron que juntos iban a ganar dos Copas de Europa y dos Ligas en cuatro años.
Ahora los jugadores se preguntan quién vendrá después de Del Bosque, si es que el Madrid prescinde de sus servicios. En caso de que ocurra, temen tiempos difíciles. La mayoría, incluso los que no juegan, sostiene que Del Bosque "es el único entrenador posible" para un club tan poco ortodoxo. La mayoría lo piensa en primer lugar porque con Del Bosque han ganado más títulos -y más primas- que con nadie. Luego, saben que las decisiones de la caseta están filtradas desde los altos cargos del club, que muchas veces exponen al entrenador a la erosión de su autoridad obligándolo a hacer cambios perturbadores -que juegue un canterano antes que McManaman, por ejemplo-.
La mayoría de los jugadores se hace muchas preguntas. ¿Quién hará equilibrismo entre las imposiciones de inspiración presupuestaria de Florentino Pérez, el presidente, y la necesidad de pacificar el grupo? ¿Quién se tragará la vanidad ante los malos aires de los jerarcas y los marginados del vestidor? ¿Quién pondrá la cuota de distensión entre tanto ego?
Con su ¿cómo estás, majo? el técnico ha aligerado mucho las cosas. A Florentino Pérez le gustaría apartar del club a Del Bosque porque ve en esta forma de llevar a la gente un síntoma de debilidad. Una señal de falta de voluntad para sellar un orden dentro y fuera del campo. Si Del Bosque no ha impuesto otra estructura en el equipo es porque para ello es preciso ser violento. Habría que cambiar el mundo de gente ensimismada. Decidir en contra de la naturaleza de Ronaldo, Raúl, Zidane o Hierro sin tener garantías de éxito y arriesgándose a hundir la nave.
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