La espuma de la política
Dice un conocido refrán que muerto el perro, se acabó la rabia. Esta creencia puede acabar jugando de nuevo una mala pasada a los responsables de buscar una salida al caso de los dos diputados socialistas que al no presentarse a votar han dado la presidencia de la Asamblea de Madrid al Partido Popular y han bloqueado la formación de un Gobierno progresista en la comunidad madrileña. Si al final todo se queda en que esos dos diputados abandonan su escaño o, de no lograrse, se vuelven a repetir las elecciones como si nada hubiese ocurrido, quizá se habrá eliminado a dos corruptos pero en modo alguno se habrá acabado con ninguna de las causas profundas de ese mal que corroe y deslegitima nuestra vida política.
Hasta ahora los socialistas se han aplicado a verter todo tipo de descalificaciones sobre la conducta de esos dos diputados y sus padrinos, así como a denunciar el complot contra la democracia. Pero aún no he escuchado a nadie que se plantee qué es lo que hace posible que estas cosas ocurran y, lo que es más importante, cómo se podría evitar que vuelvan a suceder en el futuro.
La causa profunda de este y otros males de la política no está a mi juicio en el hecho de que existan sujetos que utilizan sus escaños o concejalías para perseguir intereses privados, sino en algunas de las reglas de funcionamiento de los partidos y de la política que permiten a esas personas utilizar los cargos públicos para fines particulares. Me refiero de forma particular a los mecanismos que regulan la selección interna de candidatos dentro de cada partido y a los procedimientos utilizados para la elección de alcaldes o presidentes.
Como ocurre en otros ámbitos de la vida, el número de personas que están o se meten en política para perseguir intereses privados aumenta exponencialmente cuando los partidos se acercan al poder, especialmente cuando entran en ebullición con el proceso de elección de las listas de candidatos y de formación de gobiernos. No es nada nuevo. En los comienzos de la democracia liberal en España, allá por la segunda mitad del siglo XIX, un ilustre político catalán, Laureano Figuerola i Ballester -al que debemos entre otras cosas la creación de la vieja peseta y el retorno del parque de la Ciutadella a la ciudad de Barcelona-, hablaba ya de la espuma de la política para referirse a la contaminación por marañas de intereses privados que sufren los partidos cuando se acercan al poder y han de repartir cargos públicos.
Sin duda, son muchos los tamayos que estos últimos meses y semanas han contaminado con su espuma sucia las aguas limpias de los partidos y de la política autonómica y municipal a través de la corrupción, el chantaje o mediante pactos electorales ocultos. Lo peculiar del caso de Madrid no es que haya ocurrido, sino la forma espectacular y sin reparos con que se ha manifestado. Pero no es único, ni afecta a un solo partido.
Hay que sacar la espuma contaminada que existe en la superficie de la política. Y para lograrlo sería útil introducir algunas nuevas reglas dirigidas a hacer más transparentes tanto el proceso interno de selección de candidatos dentro de cada partido como el proceso de elección de alcaldes y de formación de los gobiernos. Yo me atrevo a sugerir algunos remedios.
El funcionamiento interno de los partidos es lo menos transparente que existe en nuestra democracia. Esa opacidad es el mejor caldo de cultivo para que aniden y se multipliquen las bacterias de la corrupción. Propongo que todos aquellos que quieran ocupar algún tipo de cargo interno dentro de un partido, o ir en alguna candidatura electoral, estén obligados a poner su currículo personal y sus vinculaciones profesionales en la página electrónica de su partido. Estoy seguro de que una medida tan sencilla y fácil como ésta evitaría casos como el de Roldán o los de la Asamblea de Madrid.
Por otro lado se deberían cambiar las actuales reglas de elección de alcaldes. Confieso que me incomoda profundamente ver que los pactos poselectorales, en general desconocidos para los votantes, hacen que puedan ser alcaldes candidatos que encabezaban la lista menos votada, o que se repartan el botín entre varios para sucederse a lo largo de los cuatro años al frente de los gobiernos locales.
El contraste con lo que está ocurriendo en la vida empresarial privada es ilustrativo. En este momento se está discutiendo en el Senado una ley que obliga a los accionistas privados a hacer públicos los posibles pactos existentes entre ellos para controlar las empresas. Podría ocurrir entonces que acabásemos exigiendo más transparencia a las actividades privadas que a las públicas. Hay que exigir transparencia y reglas claras también a la vida pública.
Una vía para evitar esos chanchullos y favorecer el liderazgo político de los alcaldes y la estabilidad de los gobiernos locales podría ser que el alcalde tuviese una representatividad directa de los votantes. Para lograrlo se podría avanzar a través de la vía italiana de elección directa de los alcaldes, al margen de los demás miembros de la corporación, que seguirían siendo elegidos mediante las listas de los partidos, ya sean cerradas, como ocurre ahora, o abiertas.
Por último, me parece necesario introducir también algunas reglas que regulen el conflicto de intereses, así como ciertas incompatibilidades para ejercer según qué competencias políticas en el ámbito municipal y autonómico. Poner al frente del control del urbanismo a personas que se ganan la vida en ese mismo tipo de negocios es como encargar al zorro la vigilancia del gallinero.
El camino es largo y nada fácil. Pero deberíamos aprovechar la alarma social originada por el caso de Madrid para comenzar a espumar la vida política.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.