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Columna
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El problema

¿Y si el único y verdadero problema de este país fuera solamente Madrid? Hay que ir por partes y observar algunas evidencias. En este momento concreto, tras las elecciones municipales y autonómicas españolas, se han realizado, con toda tranquilidad, a lo largo y ancho de España -con la excepcional excepción del País Vasco-, toda clase de acuerdos de gobierno, impensables entre fuerzas políticas que en Madrid no hacen otra cosa que tirarse los trastos a la cabeza.

Los ciudadanos españoles normales son, como en otros lugares de Europa, unos seres que han asimilado perfectamente que pactar es un acto de la vida cotidiana. Consiste en ceder un poco en lo propio para seguir avanzando, o simplemente, no pararse. Cualquiera, con dos dedos de frente, sabe que la vida, en lo individual y en lo colectivo, es un pacto constante. Sobrevivir es pactar porque la realidad y la gente es plural. A estas alturas, sólo la extrema derecha y la extrema izquierda creen en la pureza y en la intolerancia; para ellos sobrevivir es imponer su visión única de las cosas. El resto de la gente, esa mayoría que está entre estos dos extremos, sólo admite un motivo de intolerancia: el sufrimiento ajeno producido gratuitamente por la falta de respeto a los más elementales derechos humanos. Todo lo demás, es susceptible de ser pactado, acordado: nada es perfecto, claro.

Pues bien, todo el país ha podido llegar a acuerdos municipales o autonómicos variopintos y más o menos sólidos, pero esta realidad, avasalladora, resulta irrelevante. Por el contrario, lo relevante es únicamente lo que sucede en Madrid: la excepción. No es, por supuesto, nada nuevo. Pero hay momentos límite, como éste, en los que se ve claro que el verdadero problema de España es Madrid.

No tengo nada contra los ciudadanos madrileños, todo lo contrario, creo que es un aluvión humano de mucho interés. Ellos no son, en modo alguno, el problema, que sufren en carne propia. Si Madrid es un problema para toda España es, como decía el añorado Ernest Lluch, gracias a que el juego del poder está montado, decía él, entre no más de 600 personas. El estudio de las élites y su influencia resulta apasionante en todas partes.

El espectáculo que los políticos de Madrid ofrecen estos días a propósito de la legitimidad y la legalidad de la representación democrática de su autonomía es un símbolo preciso, aunque excepcional, del problema que Madrid supone para el resto de España. La especialidad de ese entramado del poder madrileño -que se incrusta en la política, la economía y los medios de comunicación- es la exportación de problemas que, en gran medida, se engendran en la capital. Así, cuando desde Madrid se habla del problema catalán -que es incluso peor que el vasco según algunos tópicos ultraconservadores que siguen vigentes-, ese fantasma parece tomar cuerpo.

El gran poder de Madrid es que puede crear -o disolver- problemas ajenos a voluntad. Sería muy interesante, por ejemplo, analizar el papel de Madrid en el caso vasco: nadie lo hace porque a nadie -de Madrid- se le ocurre pensar que Madrid puede causar o estimular problemas a los demás. Desde Madrid se proyectan hacia fuera los problemas propios de ese grupo decisivo de madrileños, dentro del cual hay gente de todos los colores políticos, pero en el que siempre existe un lobby que domina y marca tendencia por encima de los demás. Por todo ello, hay que esperar que los bochornosos sucesos de la autonomía madrileña repercutan directamente en toda España. El asunto está sentando ya una doctrina democrática enmarañada: mal síntoma, la democracia es fácil de entender. Cabe, por tanto, prever más complicaciones. La clave actual para que un problema exista es que nadie entienda nada. Es lo que nos pasa a los de la periferia con Madrid.

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