Bailando para Daulte
Uno. El Teatro Principal de Barcelona acaba de apuntarse otro tanto en su nueva programación, y esta vez por partida doble: tras la repesca de El sueño de una noche de verano a cargo de Ángel Llácer y el exitazo de Super Rawal (Suburbia, de Bogosian) en manos de Marc Martínez, la sala más antigua de la ciudad ha abierto sus puertas a Javier Daulte, el portentoso dramaturgo y director argentino, con Bésame mucho, recién presentada en el Festival de Sitges, a la que seguirá, en julio, Gore, el indiscutible triunfo de la anterior edición.
Pocas veces he sentido tanta inquietud en un teatro como con Bésame mucho. Inquietud esencialmente hitchcockiana: hay una superficie aparentemente tersa pero sabes que va a resquebrajarse en el momento más inesperado. Sus obras son como montañas rusas: imposible prever el súbito giro lateral tras la recta que parecía infinita ni, desde luego, la caída vertiginosa hacia el abismo. Daulte es un maestro de la manipulación sensorial que hace lo que quiere con el público: siempre pienso en los primeros relatos de Gonzalo Suárez, sobre todo Bailando para Parker.
Sobre Bésame mucho, de Javier Daulte, en el Principal de Barcelona
La función comienza en una oscuridad que se prolonga más allá de lo habitual. Y los actores están allí, pero no los percibes como actores sino como presencias agazapadas, animales en un bosque nocturno, que pueden saltarte al cuello en cualquier momento. De repente, luces blancas, voces, vorágine: un despacho caótico, muchas mesas, ordenadores, once personas moviéndose, entrando y saliendo, hablando por teléfono, en una barahunda de conversaciones simultáneas. ¿Dónde estamos? Al minuto dos parece claro que se trata de una comisaría; al minuto tres, quizá la subsede de un servicio de inteligencia. Difícil precisar, por otra parte, si se trata de tiempo presente o un mundo futuro, como el de Minority Report. Sólo desvelaré uno de los muchos secretos de la obra, el más inmediato: alguien se levanta, saca un arma, todo se llena de pistolas tarantinianas, hay disparos, un intento de fuga, una muerte. Y es un simulacro. Cito esto porque el simulacro es una de las estrategias básicas de Bésame mucho. Y, por extensión, del trabajo de Daulte.
Dos. He visto ya unas cuantas obras de Daulte como para intentar delimitar sus estrategias: a) la dificultad de la aprehensión o la traición de las apariencias. Lo que creemos ver no es lo que vemos, siempre hay otra cosa detrás, o al lado. Mecanismos: diálogos "in media res" y acciones que parecen grotescas o carentes de sentido, hasta que un enfoque posterior hace que encajemos las piezas en el "puzzle", sin que, b) el "puzzle" resulte ser el previsto sino un enigma que oculta otro, como en El contrato del dibujante, de Greenaway, o las intrincadas tramas de Rivette: hay una conspiración tan exagerada, tan inicialmente absurda, tan irreal, que sólo puede ocultar otra conspiración, aún más inverosímil... pero real. c) Los cambios de velocidad, física y emocional, antes citados: a la manera de Kitano, tras la calma más aparentemente inamovible estalla un relámpago de violencia; un giro humorístico suele ser la máscara de una tragedia conmovedora (la historia de amor del viejo Hernández) o revelar un estado mental al borde del desastre. d) La deconstrucción de los géneros. Dicho así suena a latazo estructuralista, pero Daulte juega con estilemas genéricos -el "huis clos" policiaco-psicológico en Faros de color, la comedia negra en La escala humana, la ciencia-ficción en Gore- para, subvirtiendo y centrifugando sus modelos, ofrecernos su secreta visión del mundo, un mundo regido por la más radical y entrópica teoría del caos.
En Bésame mucho diríamos que el modelo elegido es la "obra de policías" (espacio único, protagonismo coral) instaurada teatralmente en los cincuenta con Brigada 21 y remozada en televisión por las series de Steven Bochco. Policías, en este caso, siempre al borde del ataque de nervios, enfrentados a muerte por una lucha territorial, como los vendedores de Glengarry Glen Ross, y atrapados como moscas en la red de un plan fatal que les desborda.
Se juega con la "tranche de vie", con un naturalismo extremo, gracias al trabajo de unos actores (Luciano Cáceres, Soledad Cagnoni, Julián Calviño, Gloria Carrá, Eugenio Giménez, Gonzalo Kunka, Lucrecia Oviedo, Belén Parrilla, Marcelo Pozzi, Ezequiel Rodríguez, Natalia Salmoral) a los que calificar de extraordinarios es quedarse corto, hasta que esa cotidianidad se dispara hacia territorios inexplorados. En la tercera o cuarta escena otra vez vuelves a sentir auténtico miedo. Una escena nocturna, una mujer sola en el despacho, escuchando música con unos auriculares, entre luces bajas, y a su espalda una sombra con pasamontañas que avanza en el silencio absoluto y deposita una caja misteriosa: puro Darío Argento. Vamos de Bochco a Argento, de Policías de Nueva York a 24 o Alias y, en la demente conspiración final, aterrizamos en la época dorada de Los Vengadores. Lo que hace Daulte con los géneros, con el texto, con el trabajo actoral, no se lo he visto hacer a nadie más: si una de las bases del genio teatral radica en partir de materiales trillados y enviarlos a otra dimensión, construyendo con ellos un juguete mortífero absolutamente nuevo -como hicieron Orton o Pinter- no se me caerán los anillos por afirmar que Javier Daulte me parece un genio teatral contemporáneo.
Tres. Ésta va a ser, afortunadamente, una "temporada Daulte". Tras Bésame mucho y Gore, en octubre llega otro espectáculo suyo, 4D Óptico en el Lliure de Gràcia. Y otro estreno a reseñar: cuando aparezcan estas líneas ya se habrá presentado en el Espai Lliure (Montjuïc) la nueva obra de Hanif Kureishi, Cuando la noche comienza, dirigida y protagonizada por Gabriela Izcovich, "compañera de viaje" de Daulte (y viceversa): estreno en España.
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