Arquitecturas del agua
Éste es el año de la guerra de Irak y de la neumonía atípica. Aunque para algunos podría ser el año en el que España puso los pies sobre la mesa del rancho de Bush, en Tejas, o el año en que el Barça se conformó con luchar por una plaza en la UEFA. Y 2003 es también el Año Internacional del Agua Dulce. Así lo ha decidido la Unesco, el brazo científico y cultural de Naciones Unidas, que aún mantiene algunas competencias, al menos en este tipo de cosas.
De un tiempo a esta parte, cada año es el año de algo. Como la Maratón de TV-3 pero más días y en mundial. Antes sólo había el Día del Cáncer y nos lo pasábamos huyendo de las mesas petitorias, alegando que aquello era caridad franquista y que el Estado debía ocuparse de esas cosas. Aunque debería confesar que un poco antes, en plena infancia, metí unas pesetas en la hucha a cambio de dejarme pegar una calcomanía, seguramente porque una de aquellas señoras franquistas era rubia y olía bien. Y reconocer que cuando mi padre pagaba el duro entero que daba derecho a un banderín y lo colgaba en el retrovisor interior del dos caballos -donde se acumulaban los banderines de varios años- yo solía sentirme orgulloso. Aunque no recuerdo de qué.
Amén de otros muchos, éste es también el Año del Agua Dulce. Un libro ilustra varios ingenios humanos que funcionan a base de agua
Eran tiempos de inundaciones en el Vallès o en Girona. Los feriantes maldecían el cielo cada 29 de octubre cuando comenzaban aquellas lluvias que serían sostenidas, interminables. Tiempos de katiuskas recién calzadas, de comerciantes que vaciaban las estanterías por miedo al agua descontrolada y de voces que llegaban desde los puentes anunciando que el río seguía creciendo. Y así varios días, de manera que al final, hartos de agua, nos quedábamos en casa. Hasta que una tarde, al abrir la ventana, había dejado de llover y hasta parecía que a lo lejos el cielo negro se rompía y había tonos azules y rojizos por la zona del Montseny. Entonces el corazón latía distinto. Se ensanchaba.
Hace tiempo que el corazón se ensancha cuando comienza a llover y no cuando para. El agua ya no es la nostalgia de las charcas que quedaban cuando escampaba, ni de las piedras planas que lanzábamos al río para que rebotaran. La falta de agua es ahora el agua más importante. El Golán sigue ocupado y las llanuras del Éufrates estarán más yermas por las presas de Turquía en su cabecera. El amarillo de los planisferios de colores subirá otro peldaño en la edición del próximo año y, aunque las fotos de satélite no alcanzan para ver los detalles, algo nos confirma que con el amarillo el desierto se acerca a Tarragona. El agua es ahora un pozo cada vez más profundo. Es el hombre del tiempo excitado cuando anuncia una borrasca. Son los bosques de Atenas, de Dalmacia o del Bages ardiendo cada verano. Y más allá, en África, es una mirada desesperada al cielo.
En los viejos libros de geografía había unas nociones previas que nos saltábamos para pasar directamente al río Amarillo, a Tegucigalpa o al cobre y los nitratos, que eran la riqueza de la época en Chile. Sólo un dibujo de esta primera parte del libro de texto solía quedar grabado en nuestra memoria con el sello de lo inmutable: el que anunciaba el ciclo evaporación-lluvia-ríos-mar-evaporación. Supongo que todavía se estudia, aunque le habrán añadido alguna contaminación.
No parece que en 2003 esté lloviendo más por ser el Año Internacional del Agua, pero a Josep Maria Oliveras y Andreu Bover les ha permitido publicar sus Arquitectures de l'aigua, un libro mosaico de personas, lugares y sobre todo artilugios que domesticaron el agua, llevaron el progreso a nuestros abuelos y desbordaron nuestra imaginación. Debe ser por eso por lo que todos los textos literarios que completan el libro se pasean por los ríos de la infancia. Heráclito fue el primero que lo dijo: el agua no pasa dos veces por el mismo sitio, por tanto el río no es nunca el mismo. El río es el dique y el salto de agua de Ferran Miralles; son las centrales hidroeléctricas de Eudald Carbonell; es la bomba de agua que se empeñó en reparar Quim Español, y hasta la primera contaminación que Martí Boada vio de colores, por los tintes que vertían algunas fábricas en la parte alta del Tordera.
Oliveras es un fotógrafo minucioso, exacto. Le conocí en la redacción de El Punt y volví a tratarle cuando en el Dominical de El Periódico le publicamos unas placas de cristal con imágenes increíbles de Trotski en México. Se había pasado meses recorriendo el país, siguiendo la pista de antiguos barberos aficionados a la fotografía y ahí estaban en su mano esas placas con Trotski dando de comer a los conejos o Trotski de picnic con el traje blanco que sedujo a Frida Kahlo.
En los últimos meses ha recorrido acequias, lavaderos, molinos de arroz, norias, embotelladoras de sifones, aserradoras, locomotoras, trulls hidráulicos para prensar aceite, fábricas de hielo, el vapor de la Burés de Anglès -que parece a punto de ponerse en marcha-, colonias textiles, pous de glaç, fraguas, calderas de vapor y centrales eléctricas. Ingenios de cuando este país lo mismo domesticaba el agua que construía trenes cremallera a Núria y a Montserrat o un teleférico en el puerto de Barcelona. Ingenios que hoy Oliveras ha fotografiado con minuciosidad, cubiertos de polvo, de telarañas o de líquenes. Son las arquitecturas del agua de un país que el fotógrafo ha visto con el óxido exacto.
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