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Veinte años de autonomías, ¿para qué?

El mes pasado los ciudadanos de la gran mayoría de comunidades autónomas del país volvieron a decidir quiénes formarían sus Parlamentos y, por tanto, sus Gobiernos y su nuevo presidente, para los próximos cuatro años. Con ello se concluía un ciclo de veinte años o más, de autogobierno para el conjunto de los territorios que forman la España autonómica. Mirando hacia atrás, la impresión de vértigo en relación al camino recorrido en tan poco tiempo es innegable. Hemos pasado de cerca del 90% del gasto público del país en manos del Gobierno central, a que éste se ocupe de poco más del 50% de un gasto público significativamente mayor. Las comunidades autónomas, que en 1980 eran simplemente proyectos difusos o preautonomías cargadas de simbolismo y poco más, gestionan alrededor de la tercera parte del gasto público. Son muchas más de tres mil las leyes aprobadas en los 17 Parlamentos autónomos a lo largo de estos años. Superan de largo los 80.000 los trabajadores al servicio de las administraciones públicas autonómicas, la gran mayoría traspasados, pero muchos también de creación propia. Sus instituciones son dirigidas por 200 presidentes y consejeros autonómicos, y son alrededor de un millar los parlamentarios que ocupan habitualmente sus escaños. Podemos decir también, sin temor a equivocarnos, que muchas de las políticas más significativas para la calidad de vida de los ciudadanos y ciudadanas de este país, como la sanidad, la educación o los servicios sociales, dependen de las comunidades autonómas. La primera conclusión es evidente: España ha pasado, en un lapso de tiempo muy corto y sin muchos precedentes históricos, de ser un país altamente centralizado a poderse comparar con los países más significativamente descentralizados de Europa. Y todo ello con una opinión pública que de forma cada vez más mayoritaria no ha dejado de apoyar y mostrar su beneplácito, en las encuestas disponibles al efecto, con esa descentralización y con la institucionalización autonómica.

A pesar de que todo el párrafo anterior pueda apuntar a una evaluación indudablemente positiva del proceso llevado a cabo, deberíamos poder hilar más fino y preguntarnos si, veinte años después y ante una nueva legislatura, las autonomías en España han alcanzado los objetivos para los que fueron diseñadas, y si realmente ese despliegue de recursos, personas y políticas sirven para afrontar mejor los problemas que tenemos planteados. La hipótesis generalmente aceptada apunta a que la creación de las comunidades autónomas pretendía contribuir esencialmente a resolver el contencioso histórico entre periferia nacionalista y administración centralista, y, al mismo tiempo, avanzar en una forma de gobernar España más eficiente y cercana al ciudadano, y por tanto más descentralizada. ¿Qué ha ocurrido? Las 17 autonomías han hecho un uso muy distinto de sus capacidades de decisión. Se engañaría quien pensase que llegamos a estas elecciones autonómicas habiendo superado las diferencias que existían entre ellas hace veinte años y a lo largo del mismo proceso autonómico. Las diferencias en el tipo de leyes aprobadas, en los regímenes de bienestar creados, en el uso de mecanismos operativos para llevar a cabo sus políticas, en los sistemas de reclutamiento de sus empleados públicos, en las estructuras administrativas puestas en pie o en cómo es percibida su obra de gobierno por parte de sus ciudadanos, en todos esos campos, las diferencias son extraordinarias. Se engañaría también quien pensase que ese mayor o menor rendimiento autonómico se relaciona simplemente con el bienestar económico de esa comunidad o con los llamados hechos diferenciales. Sin negar que ésos sean factores muy relevantes, las investigaciones llevadas a cabo demuestran que la política cuenta, que la manera de ejercer el gobierno cuenta, que cuenta asimismo el capital social de una comunidad en su capacidad de pedir cuentas y exigir soluciones.

¿Podemos, pues, evaluar si las autonomías han servido a la postre para lo que fueron creadas? Para responder acertadamente a esa pregunta tenemos un primer problema. Las autonomías fueron creadas para resolver distintos problemas a la vez, y en la voluntad de los constituyentes no existía unidad de criterio. Sabemos que ello se refleja en la ambigüedad de su diseño y en lo abierto de su proceso. Pero deberíamos aceptar que el grado de legitimidad popular que ha alcanzado el Estado de las autonomías en España deriva precisamente de su capacidad de mantener el pacto implícito entre descentralización y reconocimiento de las diferencias que estaba inscrito en el proyecto constituyente. Y en este sentido pensamos que, a la postre, la combinación descentralización generalizada-encaje nacionalidades probablemente presenta un balance mejor en el primero de los dos polos enunciado que en el segundo. El objetivo descentralizador ha sido largamente realizado. En veinte años la descentralización institucional forma parte ya, tanto por mecanismos identitarios como por provisión de servicios, del imaginario colectivo de la ciudadanía española. Las autonomías determinan buena parte del bienestar económico de la ciudadanía respectiva y canalizan buena parte de los conflictos sociales. En ese terreno, no obstante, el balance es desigual, y además el grado de legitimidad y de nivel de acuerdo de las respectivas sociedades con cada autonomía es también diverso.

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Aunque pueda parecer contradictorio, la España de las autonomías es hoy al mismo tiempo más distinta pero también más igual entre sí que cuando se inició la andadura autonómica. No puede negarse que los desequilibrios económicos entre comunidades han aumentado en estos años, pero también es cierto que han disminuido las diferencias en calidad de vida y en renta final disponible de las familias. Si pudiéramos atribuir las causas de esos fenómenos en exclusiva al factor de autogobierno, podríamos decir que la autonomía ha multiplicado las potencialidades de creación de riqueza de las comunidades más desarrolladas y ha hecho más dependientes a las menos desarrolladas, ya que, gracias a los mecanismos de solidaridad interterritorial creados, no se han profundizado las diferencias en nivel y calidad de vida, sino que esas diferencias han disminuido significativamente. A pesar de ello, se detecta también que la sensación que predomina en buena parte de la opinión pública española es que los desequilibrios han aumentado (lo que sin duda tiene que ver en la manera "bilateral" -administración central-autonomías específicas- como se ha ido operando a lo largo de estos años).

Pero hemos de recordar de nuevo que lo que se buscaba en la Constitución no era sólo descentralización del poder, sino también la aceptación de un nuevo crisol en el que España dejara de significar un Estado-Nación homogéneo y con una identidad unitaria, para pasar a reconocer la diversidad territorial y sus identidades plurales. Entre el "café para todos" y el "champaña para las nacionalidades", las nuevas instituciones autonómicas tenían que ser capaces de mejorar la capacidad de prestar servicios a los ciudadanos, acercando la Administración a los problemas, pero también favorecer el reconocimiento común de identidades múltiples. El gran problema actual es que la "cuasi federalización" del modelo presenta desajustes en el proceso de inordenación de voluntades. Las comunidades autónomas, a pesar de su influencia en muchas de las políticas más determinantes, presentan una baja capacidad de influencia estratégica, y su importancia en la determinación de las reglas de juego simbólico y estratégico del sistema son aún claramente marginales. Sobre todo, dada la permanencia de rutinas mentales y procedimentales que convergen en "Madrid" como centro decisor por antonomasia.

No estamos ya en 1980. Todo ha cambiado muy deprisa. Estamos en un contexto de creciente europeización e irreversible mundialización. Y, en ese nuevo contexto, debería aceptarse que las comunidades autónomas tuvieran capacidad de influir en las decisiones estratégicas que les afecten como comunidad. Y ello es difícil si no cambian cosas muy significativas en la forma de funcionar del sistema político español y en la capacidad de presencia directa de las autonomías en el proceso decisional europeo. De no ser así, tememos que lo que ha resultado muy operativo hasta hoy puede ir dejando de serlo, acentuándose las tendencias centrífugas y conflictuales. España es hoy un país institucionalmente mucho más complejo de lo que era veinte años atrás. Y esa complejidad no deriva sólo del número de instancias de poder distribuidas en el territorio, sino de la interdependencia entre todas ellas, de la inevitable continuidad de esas interdependencias y de la falta real de mecanismos jerárquicos efectivos para ordenar el conjunto. Cualquiera que pretenda hoy aplicar mecanismos clásicos de distribución de competencias de manera rígida y regir el sistema con una aproximación de tipo jerárquico está condenado a fracasar o a ser simplemente ignorado por el resto de poderes, todos ellos con su propia legitimidad y su propia red de intereses y vinculaciones.

Más de veinte años después, no resulta prudente afirmar que el sistema ha llegado a su madurez y está por tanto cerrado. La "solución" de los constituyentes no fue una respuesta de laboratorio. Probablemente, por ser el fruto histórico de muchos experimentos fallidos, de muchas esperanzas y desilusiones previas, se buscó un marco en el que fuera posible seguir avanzando. Primó la idea del diálogo constitucional abierto por encima de la rigurosidad técnica, jurídica o de política comparada. El reto es ser capaces, veinte años después, de seguir dialogando, conversando sobre cómo permitirnos mutuas influencias y aprendizajes. Tan poco realista es manejar la hipótesis de que el futuro de Europa pasa por la disolución paulatina de los Estados como imaginar que Europa podrá construirse sin mover un ápice el poder y la posición actual de los Estados. Estos veinte años de comunidades autónomas han sido un magnífico material sobre el que reflexionar. Son veinte años de práctica política, en la que la realidad ha ido acomodando concepciones e ideas muy alejadas entre sí, tanto de las élites políticas como de la propia ciudadanía. El reto es seguir el diálogo sin enrocamientos, posibilitando que esa práctica política siga su curso y nos vaya situando, acomodando, en los nuevos escenarios.

Raquel Gallego y Joan Subirats son miembros del Instituto de Gobierno y Políticas Públicas de la Universidad Autónoma de Barcelona y editores del libro Veinte años de autonomías en España: leyes, políticas públicas, instituciones y opinión pública (CIS, 2002), llevado a cabo por el Equipo de Rendimiento Autonómico.

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