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Columna
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Europa desde Marte

Rafael Argullol

Ahora que se discute su inclusión o no en la futura Constitución europea, no me importaría que la palabra cristianismo figurara en el texto. Naturalmente, en ciertas compañías y con ciertas condiciones. Admitir la religión cristiana como una de las fuentes espirituales de Europa ayudaría no sólo a la comprensión del pasado, sino también a erradicar las visiones mecanicistas y formales -cuando no directamente mercantiles- de la unidad europea. Sin embargo, junto al cristianismo, el texto también debería integrar inexcusablemente raíces de igual importancia: la tradición clásica de Grecia y Roma, por supuesto; el judaísmo, sin el cual, junto a su fortaleza intrínseca, no puede concebirse la doctrina cristiana, y el propio islamismo, factor decisivo en la eclosión del Renacimiento y, en consecuencia, de la época moderna.

Europa se identifica con la antigüedad, la belleza y la sabiduría. Lejos de ser valores decadentes, los asumimos como fundamentos de nuestra casa

Pero no sería justo referirse sólo al ayer más remoto o a las religiones. La Constitución europea debería proclamar, por ejemplo, los grandes logros de la Ilustración y el Romanticismo, y si se quiere fuerte, tampoco debería ahorrar energías para mostrar las contradicciones y catástrofes que forman parte de nuestro legado. Con cierta probabilidad los venideros ciudadanos europeos verán con buenos ojos que, en lugar de la habitual apología de las bondades patrias, origen permanente de la estupidez y del derramamiento de sangre, puedan saber constitucionalmente que su país ha albergado violencias, tensiones, crueldades. Sería sano poder nombrar el esclavismo, el colonialismo, el totalitarismo como las sombras indignas -pero no ajenas- de la razón y la creatividad europeas. Si Europa fuera capaz de desnudarse sin hipocresías, también estaría en condiciones de armarse de una manera nueva.

Ahora que desde el otro lado del Atlántico arrecian las críticas contra su "debilidad", Europa debería educarse en un vigor distinto. Hasta cierto punto es lógico que Estados Unidos, en busca de su propia identidad, haya necesitado un distanciamiento antieuropeo. Tras varias generaciones sin migraciones masivas desde Europa -y sí desde Asia y América-, Estados Unidos ya no es aquella "Europa transatlántica" que perduró hasta mitades del siglo XX. Por la misma circunstancia, pronto entrará en quiebra el concepto mismo de Occidente.

No puede extrañar, por tanto, que haya voces norteamericanas que hablen despectivamente de la "vieja Europa" (Rumsfeld, inmediatamente antes de la última guerra) y de su decadente conversión en Venus (Robert Kagan), diosa de la sensualidad, o en Atenas, una culta ciudad de provincias bajo el Imperio Romano. Es consecuente que a Estados Unidos, empeñado imperialmente pero huérfano de pedigrí histórico, le sienta bien el papel de poder nuevo, frente a la vejez europea, de Marte, dios de la guerra, frente a Venus o de Roma frente a la declinante Atenas. Pero Europa debe establecer otras reglas de juego.

No nos importa, obviamente, identificarnos con la antigüedad, la belleza o la sabiduría, sino que más bien, lejos de verlas como valores decadentes, las asumimos como fundamentos de nuestra casa. Si es así, no podemos aceptar la sumisión a Marte, el dios guerrero que cuando está desprovisto de la compañía de los otros dioses deviene un bárbaro brutal. No debemos aceptarla.

Es evidente, sin embargo, que para que este propósito vaya más allá de las hermosas palabras Europa debe enterrar su maldita retórica -que efectivamente la hace aparecer con frecuencia como "la vieja dama indigna"- y enfrentarse con crudeza a sus propias posibilidades. Paradójicamente, las tres lacras que nos atribuyen los norteamericanos -algunos de ellos, al menos-, el excesivo pasado, el avenusamiento de la civilización y la tentación pacifista de la cultura, deben jugar a nuestro favor siempre que seamos capaces de convertirlas en una fuerza orientada hacia el porvenir.

Para armarse, en un sentido distinto al que proclama el dios Marte, Europa ha de ser capaz de desnudarse, dejando que salgan a la superficie sus contradicciones y pluralidades. El reconocimiento de las encrucijadas por las que ha transcurrido su historia -sancionado, incluso, constitucionalmente- pondría a la conciencia europea en la vanguardia del siglo XXI, pues no hay, en efecto, ninguna otra región del mundo que pueda hacer gala de las armas de la crítica y la autocrítica que Europa ha forjado a través de su cultura y de su arte. En un planeta dominado por los maniqueísmos y las teologías fáciles, el dios de Europa debería ser el de la complejidad, la sutileza, la razón y la composición.

Es notable, en esta dirección, la exposición propuesta por el Museo Histórico Alemán de Berlín, recientemente reformado por el arquitecto Ieoh Ming Pei: La idea de Europa: proyectos para una paz eterna. El título se remite explícitamente al sueño ilustrado, tan bien expresado por Kant, de la paz perpetua, pero lo más sugestivo es que en el itinerario se abandona la retórica para favorecer, incluso con contundencia, la memoria de los sótanos terribles sobre los que se ha construido Europa. Así, la profundización sin prejuicios en el pasado se convierte asimismo en un proyecto de futuro.

Ésta podría ser la fuerza de Europa. Sin temor a Marte, pues éste, sin los demás dioses, es sólo un pobre patán.

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