Los zurcidos del día
A Andrés Trapiello le gustan mucho las cosas sencillas que se pueden hacer con las manos. En su momento, con sus cuadernos de campo, creyéndose un explorador de los afanes, alegrías y decepciones diarias, de esas pequeñas virtudes, de las que hablaba Natalia Ginzburg, sale a la calle, a anotarla, a atraparla, la vida, digo, a apresar esos fragmentos. Luego esos cuadernos los deja reposar, los marina a su gusto, y los salpimenta, y mete el dedo para cerciorarse las veces que haga falta; y cuando, cinco años después, nos da a probar el guiso, esta nueva entrega de sus diarios, de esa novela en marcha, de ese viaje a ninguna parte (parecía) al que ya, por el coraje y la tozudez de su autor, nos hemos subido sus lectores (unos en marcha, otros desde el principio), todo aquello que anotó entonces, aquel año 1997, es el que toca esta vez, todo aquello, en fin, se nos ofrece ennoblecido por la ficción, por la palabra hecha literatura. Pasamos los dedos por el alabastro de los acontecimientos, de las cosas que narra el diarista, y éstos, por un lado, conservan la quietud y la belleza de los relieves de una tumba bien guardada en una iglesia, pero a la vez mantienen el calor de las cosas vivas. De estas páginas se puede decir, así de pronto (y desde luego en la casilla de los elogios), que es más de lo mismo, que los diarios de Trapiello van por las mismas vías y, sin embargo, cada vez son más literarios (su póliza de posteridad), la voz es más personaje hecho ficción. Estas páginas son un todo, son una novela que hay que leer, despacio y seguido, que no llevan, desde luego, un índice onomástico de maldades literarias (que las hay, pero cada vez menos como si las facturas que creía que tenía que pasar, sólo sean ahora papel donde escribir, en la vuelta, un relato, un perfil: véase esa historia, desternillante hasta las lágrimas, de su intervención en un casposo recital poético municipal, o en una reunión ministerial). Pero ése no es el mejor Trapiello, con ser estupendo. Para mi gusto el mejor es el sastrecillo osado que zurce, en la soledad de su atelier con portátil, sus cotidianidades, sus melancolías, sus cosas del campo, sus lecturas, la irrupción de su propia intimidad (enredarse con la suya y la de su familia, y que resulte natural, es algo muy difícil: él lo consigue). Con ser el autor, el que cuenta todo aquello (hermosísima es la escena de la muerte de la mujer de un campesino, o su regreso a Palencia; la historia del guitarrista-corrector se la merece; y tener un amigo tipógrafo a quien verle desde tan cálido perfil, también), es el yo-protagonista de la novela quien da las mejores y más excelentes puntadas.
EL FANAL HIALINO
Andrés Trapiello
Pre-Textos. Valencia, 2003
624 Páginas. 33 euros
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