A los que se deleitan con historias de cacerías
Estoy sentado aquí, esperando que la crónica venga. Nunca tengo una idea: me limito a aguardar la primera palabra, la que trae a las restantes consigo. Unas veces vienen enseguida, otras veces tardan siglos. Es como cazar búfalos a la orilla del río: nosotros junto a un tronco hasta que llegan, sin hacer ruido, sin hablar. Y entonces un ruidito que se acerca: la crónica, desconfiada, mirando para todos lados, adelanta un pelín la pata de una frase, dispuesta a escaparse a la menor distracción, al menor ruido. Al principio la distinguimos mal, oculta en el follaje de otros periodos, romances nuestros y ajenos, memorias, fantasías. Después se vuelve más nítida al acercarse al agua del papel, gana confianza en sí misma y ahí está, entera, bajando el cuello hasta la altura de la página, dispuesta a beber. Es el momento de apuntar cuidadosamente la estilográfica, buscando un punto vital, la cabeza, el corazón
Soy, al mismo tiempo, el predador y la presa, es mi corazón lo que busco
(nuestra cabeza, nuestro corazón)
y, cuando tenemos la certeza de que la cabeza y el corazón están bien en la mira, disparar: la crónica cae delante de los dedos, hay que componerle un poco las patas y los cuernos para que se la vea presentable
(no componerla mucho, para que la actitud no parezca artificial)
y se la envía a la revista. Es así.
El problema es que con ésta, la que me gustaría pillar ahora, no hay manera de decidirse. La veo bien al fondo, escondida, reparo en un pedacito de su cuello, la mitad de un ojo, un temblor de piel pero no sé si es macho o hembra, grande o pequeña, triste o alegre: sé que me espía y no se decide a ponerse a mi alcance. ¿Hasta cuándo? La mano vibra porque me ha dado la impresión de que se ha desplazado y, sin embargo, no se ha desplazado ni jota, sigue allá, irritantemente vecina a pesar de lejana, y no puedo darme el lujo de desperdiciar un tiro: no tengo más, y las crónicas no son cosas que se cojan por el lomo: con una sacudida nos tiran luego al suelo y se marchan: las crónicas y los libros no toleran escritores torpones, ni precipitados, ni impacientes, los desprecian, les dan la espalda y se burlan de ellos: lo que desean es que les echen mano en el momento exacto, y el momento exacto no dura ni un segundo: una distracción, un abrir y cerrar de ojos y adiós, que te zurzan, idiota, ve a aprender a escribir a otro lado. De manera que son las once y veinticuatro de la mañana y heme aquí, junto a esta mesa
(junto a este tronco)
con la estilográfica bajo el brazo, al acecho. ¿Cuánto tiempo más? ¿Un cuarto de hora, veinte minutos, una hora? Tal vez menos, puesto que no sé bien qué se ha estremecido en mí: soy, al mismo tiempo, el predador y la presa, es mi corazón y mi cabeza lo que busco, o algo en mi corazón y en mi boca, su parte de tinieblas, de sombra.
Las tinieblas y las sombras de António
(¡finalmente!)
surgen rodeando el papel, se detienen, comprueban que no hay nadie en los alrededores, se inclinan
(vamos, vamos, inclínense más)
a beber de la página y entonces alzo la estilográfica, apunto, compruebo que las he encuadrado en la mira, y aprieto los cinco gatillos de mis cinco dedos: la crónica cae redonda en el bloc, agita la cola de un adverbio, se inmoviliza. En este momento es prudente que nos acerquemos a ella de puntillas: las crónicas recién heridas son capaces de hacernos mucho daño con una coz o una cornada. Se realiza por precaución el corte a cuchillo de un adjetivo, de una imagen, para acabar con ellas. Y ahí está la crónica quietecita, lista para ser publicada. Tiene los ojos abiertos: sólo cuando arrimo mi cara a la suya compruebo que son los míos. Pueden quedarse con ellos: hay gente a la que le gusta mostrarles trofeos a sus amigos.
Traducción de Mario Merlino.
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