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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Vidas fastidiadas

Marcos Ordóñez

Uno. Ya es casi un tópico fechar el inicio del "nuevo drama español" en 1949, tras el estreno de Historia de una escalera, de Buero, dirigida en el Español por Cayetano Luca de Tena. Un nuevo drama, como escribió Ruiz Ramón en tono de arenga, "fundado en la necesidad insoslayable del compromiso con la realidad inmediata, en la búsqueda apasionada y lúcida de la verdad, en la voluntad de inquietar y remover la conciencia española". Podrían rastrearse unos cuantos antecedentes a esa "detonación de salida" (Tren de madrugada, de Claudio de la Torre, en 1946, para ceñirnos al realismo), pero no cuesta imaginar lo que debió suponer el aldabonazo de Historia de una escalera en el Madrid del año 1949, un texto escrito por un rojazo y servido -¡desde un teatro "oficial"!- como un plato de insólita coliflor bañada en vinagre bajo las narices de un público acostumbrado a los falsos caviares de Benavente, Pemán y Calvo Sotelo; el mismo público que se había rasgado las vestiduras, aquella temporada, con el Tenorio de Dalí montado por el gran Luis Escobar.

Sobre Historia de una escalera, en versión de Pérez de la Fuente, en el María Guerrero de Madrid

He leído en algún lado que la obra "se ha quedado vieja". A mí no me lo parece. Le falta, desde luego, lo que Buero nunca tuvo: humor. Humor como contrapunto (o realzante) del drama, al estilo de Las bicicletas son para el verano. Claro que el horno de Buero no estaba para muchos bollos: siete años de cárcel, con una condena a muerte encima, amargan al más pinturero. "Su" calle era La calle sin alegría, no Mi calle, de Neville. Sus influencias directas, como declaró, eran Claudio de la Torre (el primer acto de Tic Tac) y Las nubes, el relato de Azorín. Y, desde luego, parecía más cerca de los autores rusos (Gorki, el Dostoievski de Humillados y ofendidos, quizá Chéjov) que del "realismo social" americano, apenas naciente -La muerte de un viajante surge el mismo año, 1949- con la excepción "poética" de Nuestra ciudad, de Wilder, que Escobar había estrenado cuatro años antes.

Dos. La trama argumental del debut de Buero es sobradamente conocida: treinta años de vida en un tramo de escalera, en una casa de vecinos que van de la baja clase media al proletariado puro y duro. La escalera como sumidero inescapable, como espiral hacia ninguna parte. Un agujero negro sin dimensiones: da lo mismo el fondo del pozo que el último piso. Lo más curioso de la reposición de Pérez de la Fuente, que ha vuelto a abrir las puertas del María Guerrero, es hasta qué punto el tiempo ha mermado la calidad de "denuncia" de la realidad española que tuvo en su día. Aunque sea una obra tan inequívocamente de posguerra como Surcos en cine o La colmena en novela, la vemos hoy con otros ojos, casi escindida entre fuerzas contrarias, tan "datada" como desgajada de su "momento histórico", un poco como si estuviéramos ante una pieza de Chéjov, en el sentido de que las desventuras de sus personajes no se debían tanto a la "situación", la dictadura zarista, como a sus propios miedos, renuncias e insuficiencias humanas, al eternísimo "vivir como se puede y no como se quiere": al paso y el peso del tiempo, justamente, como lija de esperanzas e ilusiones. Por otro lado, la obra mantiene muy viva una capacidad de conmover que, a mi juicio, iría desapareciendo de la producción posterior de Buero (con excepciones, como El concierto de San Ovidio) progresivamente aplastada por una doble losa de simbolismos obvios y pomposidades retóricas. A mí, la verdad, me sigue "llegando" mucho más este primer Buero, el Buero, digamos, "costumbrista y áspero", más cercano a Aldecoa, de la Escalera, de Hoy es fiesta, de Las cartas boca abajo, que el "diseccionador de Grandes Temas", históricos o metafísicos: le veo mucha más verdad y muchas menos pretensiones.

Tres. Historia de una escalera es, para mi gusto, lo mejor que ha hecho Pérez de la Fuente: también media un abismo entre este montaje y el de La Fundación, su anterior reposición de Buero. Por suerte, aquí no se pueden meter vídeos ni se puede "modernizar" la puesta sin peligro de que se venga abajo todo el edificio. Su trabajo como director ha sido de una sensatez ejemplar: "dar" el texto (yo diría que bastante podado -lo recordaba más largo- extirpando las frases que podían resultar más chirriantes, por declamatorias o didácticas), buscar la emoción, y lograr conjuntar, en una común sobriedad, un reparto de 18 intérpretes. Un reparto muy digno, sin grandes sorpresas (ni muy malas ni muy buenas), en el que destacan: a) Vicky Lagos, una señora Paca muy Reina Castiza, con mucho poderío, cada vez más cerca de Mimí Muñoz; b) Yolanda Arestegui (la atormentada Carmina); c) Cristina Marcos (Elvira, un personaje muy poco agradecido), y d) Carlos Álvarez-Novoa como el viejo y sabio señor Juan. Lo importante de este espectáculo, pese a las esporádicas ingenuidades del texto (la metáfora de la lechera derramada, etcétera), es que el drama llega, y conecta con el público, y su final, uno de los más redondos de la historia de nuestro teatro, te sigue partiendo el alma: los hijos de Fernando y Carmina repitiendo las mismas frases anhelantes de futuro que se dijeron sus padres, mientras éstos les contemplan a escondidas y se contemplan, viejos, acabados, con la desolación en sus rostros. Un final negro, negrísimo.

En su día, Marqueríe calificó Historia de una escalera de "tragedia vitalista". Debía de haber cenado muy bien aquella noche. Buero, con o sin cena, y con su condena a cuestas, insistía en la misma idea: "Pues el hombre es un animal esperanzado, y si escribe tragedias donde alienta la angustia de su esperanza defraudada, a la esperanza misma sirve". Pueda ser; no digo que no. A la salida del María Guerrero, la otra noche, yo pensé más bien, calle abajo, en el hermoso poema de García Calvo: "Sólo de lo negado canta el hombre / sólo de lo perdido / sólo de la añoranza / siempre de lo mismo".

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