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Columna
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Hotel La Mort

En el Hotel La Mort ya sabían las reglas del juego. Conseguirían la popularidad, sí, serían muy famosos, pero tendrían que vender sus vidas, en el literal sentido de la palabra. Por ello se les obligó a firmar un contrato en el que su vida pasaba a ser propiedad de la cadena de televisión, y consecuentemente, ésta podía, en último término, eliminar la persona física del concursante. Para aplicar la norma, se instaló en el patio interior del Hotel La Mort una guillotina, la primera sorpresa que los realizadores dieron a los agraciados concursantes, que observaron con cierta incredulidad la construcción del patíbulo. Según las reglas, el concursante nominado por sus propios compañeros, y después eliminado por el público, sería ejecutado al amanecer. Y no se concederían indultos.

Muchos invitados, al saberlo, creyeron que todo era una broma, pero se les mostró con unas lentes progresivas la letra pequeña del contrato, tras lo cual tuvieron que asimilar poco a poco, entre ataques de nervios, su precaria situación. Sólo el ganador conservaría la vida. Se les advirtió que, de ponerse solidarios y negarse a concursar, serían guillotinados uno tras otro. Ahora se trataba de conseguir que ejecutasen al vecino, en lugar de a uno mismo. Para ello los concursantes debían descalificarse mutuamente, en lo humano y en lo personal, y también hacer alianzas y pactos para conservar la cabeza sobre los hombros. Después de la perplejidad inicial que se apoderó de los concursantes, se detectaron actitudes extrañas entre los individuos, acompañadas muy menudo de confusión mental y delirios, llegando incluso a la agresión verbal y casi física, y se registraron incidentes de cierta importancia, como seis o siete intentos de destruir el patíbulo, lo cual iba totalmente contra las reglas. Cuando llegó la hora de nominar, se hizo patente que todos los concursantes habían asumido, por fin, que lo importante era participar.

El concurso Hotel La Mort se convirtió, desde el principio, en el programa más visto de la televisión, llegando a unas cotas de audiencia insospechadas. Su logotipo era la imponente guillotina, a la que no se había añadido la correspondiente cabeza cercenada por una cuestión de buen gusto. Algunos críticos insistieron en afirmar que los auténticos protagonistas no eran los que conservaban la cabeza, sino los que la perdían. Inmediatamente después de su ejecución, se convertían en mitos, llegando a ser exhibidas sus momias -con la cabeza cosida nuevamente al tronco- en el Museo de la Televisión. Algún concursante perspicaz lo comprendió, e insistió en ser ejecutado sin votación previa, pero le fue denegada esa posibilidad. Al fin y al cabo, no todos se merecían la guillotina.

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