Cómo Bush puede aún perder la guerra que ha ganado
La caída de Sadam Husein ha sido un éxito incontestable de George Bush. Un mes después del fin de los combates, Irak no parece amenazada por esa guerra civil que muchos predecían, y su onda de choque tampoco ha provocado ningún apocalipsis en los países árabes y musulmanes. En contra de todos los agoreros, el presidente Bush ha podido cantar victoria: ha hecho la guerra como él quería y la ha ganado. Y las dos amenazas que en teoría justificaban la urgencia de la acción -las armas de destrucción masiva y el vínculo entre Sadam y la red Al Qaeda- se han quedado por el camino.
Donald Rumsfeld ha comparado la caída del régimen iraquí con la del muro de Berlín. En la imaginación del ministro estadounidense, provocaría el progresivo giro del mundo árabe hacia el campo de la democracia y la modernidad. Lo menos que se puede decir es que no es ése el camino que está tomando el mundo árabe. Impuesta desde el exterior a cañonazos, la "liberación" de Irak ha sido generalmente vivida como una agresión. Y cuando los marines se olvidaron de proteger el museo de Bagdad mientras montaban guardia ante el ministerio del petróleo, los iraquíes y los árabes pensaron que era un acto fallido que traicionaba los pensamientos ocultos y las prioridades reales del ocupante. Lo mismo ocurrió con el restablecimiento de la seguridad, la puesta en marcha de la Administración o la designación de un Gobierno iraquí de transición. La improvisación era tan manifiesta que se convirtió en un mensaje, daba la impresión de que, simplemente, los estadounidenses no habían pensado en esas cuestiones. Y cuando prometen elecciones libres (¿incluso si las ganan los islamistas chiíes?) o la devolución del petróleo iraquí a los iraquíes (una empresa estadounidense ha obtenido ya el "derecho" a comercializarlo), nadie les cree.
Esta desconfianza se ha sumado a las ya existentes, que son muchas, innumerables. La mayoría de los árabes piensan que la caída de la dictadura es buena en sí. Aman la libertad, y jamás han disfrutado de ella. Pero con su modo de actuar, el presidente estadounidense les ha sumido aún más en ese sentimiento de humillación, de amargura y cólera reconcentrada que constituye el núcleo de su sistema de representación, incluso la enfermedad que les impide acceder al mundo.
George Bush tiene todavía una posibilidad de cambiar totalmente la situación si se entrega de lleno a resolver el problema palestino. El presidente estadounidense ha formulado una solución y la ha asumido personalmente: la todopoderosa América hará que se aplique la Hoja de Ruta, expresión del consenso internacional; Israel y Palestina vivirán pacíficamente uno al lado del otro; un Estado palestino independiente y viable nacerá a partir de... ¡2005! Ningún presidente de Estados Unidos ha estado en mejores condiciones que él para conseguirlo; sus tropas están en el terreno, la amenaza que representaba Sadam ha desaparecido, los regímenes árabes y la Autoridad Palestina están acorralados. El cambio de vocabulario de Ariel Sharon nos permite también pensar que estamos ante una ocasión histórica. Al denominar "ocupación" a una actividad que toda su vida ha considerado como "el retorno natural de los judíos a su tierra de Eretz-Israel", ha iniciado una revolución ideológica (que parece aprobar el 65% de sus conciudadanos).
Para poder seguir en la carrera, la Autoridad Palestina ha hecho lo que le mandaban. Ha aceptado sin condiciones la Hoja de Ruta, ha dejado a un lado a Yasir Arafat, nombrado a Abu Mazen primer ministro, denunciado el terrorismo y prometido desarmar la Intifada... Una vez cumplida su parte del acuerdo, espera sin demasiada fe que Estados Unidos logre que Israel cumpla la suya. Tras muchas tergiversaciones, el Gobierno de Sharon ha terminado por firmar la Hoja de Ruta, pero añadiendo 14 "reservas" que Bush ha prometido tener en cuenta. Para los árabes, no hay duda de que tras esas "reservas" se oculta el demonio. Pero ¿qué pueden hacer? A pesar de tener la sensación de que pasará lo de siempre con este "proceso de paz" que ahora se abre, seguirán con atención todos sus avatares. Les gustaría verse sorprendidos, pero no se atreven ni a soñarlo. Por el momento, piensan que lo que les espera al final es los engaños y rencores de siempre. Que en Oriente no cambia nada.
Sin embargo, sí ha cambiado algo: Estados Unidos patrulla las calles de Bagdad sin ser consciente de en qué avispero se ha metido. Es un país tan poderoso que cada hecho consumado que impone se convierte en la nueva realidad con la que todo el mundo se las tiene que apañar. Seguido por una aplastante mayoría de países, Chirac tenía razón en su militancia a favor del respeto de la legalidad internacional. Pero ¿para qué sirve haber tenido razón en una situación que ya ha expirado? El presidente francés se ve hoy obligado a mendigar que no se castigue con demasiada severidad a Francia por haberse atrevido a oponerse a la ley del más fuerte. Y si Bush tarda en perdonarle es porque Chirac es una cabeza de turco ideal para dar una lección al resto del mundo. Esta lección es la siguiente: en la nueva era iniciada por los atentados del 11 de septiembre, el dueño del mundo está exento de cumplir el derecho internacional y autorizado a hacer la guerra cuando lo juzgue necesario. Volverá a la legalidad cuando pueda. Por el momento, la situación es de estado de excepción. Y pobre del que no comprenda con suficiente rapidez que los intereses del Imperio han pasado a ser predominantes.
Para asentar su autoridad, este Imperio no tiene tanta necesidad de impulsar la democracia (véase el ejemplo afgano) como de disponer de una cadena de bases militares, instaladas en un medio favorable que abarque las regiones estratégicas del globo. En realidad, no le interesa la naturaleza de los regímenes, lo único que exige a los países anfitriones es la garantía de que harán respetar el orden. Abu Mazen (o su sucesor) formará parte de ese club el día en que haya aplastado el islamismo palestino, con o sin contrapartida para su pueblo. Arabia Saudí era irreprochable hasta que los llamamientos de Bin Laden a expulsar a las tropas estadounidenses tuvieron un amplio eco en la población. En cierto sentido, la guerra contra Irak ha sido una guerra contra Arabia Saudí. Bush anuncia que sus soldados dejarán pronto esa tierra sagrada, ahora que puede enviarlos a la de al lado. Las traslada de un país, primer productor de petróleo del mundo, al país vecino, que ha conquistado, y es el segundo productor. Ésos son sus intereses y objetivos reales. Y los persigue con la aplicación y constancia de quien juega al ajedrez en el tablero mundial. Nunca lo dice, pero su comportamiento lo confirma día tras día. Y cuando menciona los nobles y generosos objetivos que pretende perseguir, da la impresión de que se trata de palabras al viento. Ahora bien, no ser creído es un gran handicap, incluso para él. Se ha dado cuenta ya de que para financiar la reconstrucción de Irak necesita de la comunidad internacional (que se ha mostrado totalmente dispuesta a dejarse convencer). ¿Pero qué hará si Arabia Saudí sucumbe ante una oposición islamista antiamericana, si el Pakistán de Musharraf se le escapara de las manos, si la cólera popular barriera a la Autoridad Palestina en beneficio de Hamás y de la Yihad islámica? Aunque ha demostrado que nadie puede llevarle la contraria, George Bush descubre ahora que su posición dominante no resuelve obligatoriamente todos los problemas. Porque aunque la ONU, Europa, Francia, Rusia, China, el movimiento mundial contra la guerra, el mundo árabe y musulmán, el Papa y el Dalai Lama son impotentes, hay alguien que parece tener la capacidad de hacer daño al Imperio... Osama Bin Laden. Desde Arabia Saudí a Marruecos, pasando por Yemen, la nebulosa del enemigo terrorista número 1 no parece tener problemas a la hora de encontrar brazos, o cuerpos dispuestos a explotar. Los severos golpes recibidos la han convertido en una red capilar. Ha pasado a ser una fuente de inspiración, un talante asesino, un ejemplo a seguir para grupos locales sin ningún contacto con ella.
¿Cómo los jóvenes árabes, baldados por la amargura y por una situación que les impide imaginar su integración en el mundo, no van a ser sensibles al discurso suicida-paradisíaco del islamismo militante? El Imperio y los regímenes árabes pueden reprimir lo suficiente como para marginarlos. ¿Pero en qué ambiente general, con qué sentimiento dominante? El amor-odio que Oriente ha profesado durante mucho tiempo a Occidente puede convertirse en odio puro... a no ser que se produzca un milagro en el tema palestino.
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