Del Tajo a China
Hice una escapada a Lisboa, algo poco habitual entre los madrileños. En el pasado la conocí en diversas circunstancias. Vaga por la memoria la vez primera, entrado ya el verano de 1936. Travesía casi clandestina que apenas dio para echar un vistazo a la Exposición Internacional, celebrada por esas fechas. Apenas un recuerdo, el de la tienda de campaña a la entrada del evento y la amenazadora maza con la que una panadera de Aljubarrota machacó unos cuantos cráneos castellanos. Viaje, esta vez, en avión, poco más de una hora a la ida, como si fuera cuesta arriba, y menos al regreso, empujados por los vientos del Oeste. Doce o trece años desde la última gira y la grata sorpresa de encontrar una capital engrandecida, limpia, cuidada. Caí por allí la víspera del 25 de abril, conmemoración de aquella algarada musical, cuartelera y comedida. Un puente que, como entre nosotros, debieron aprovechar los lisboetas para esparcirse por los alrededores.
Amplias autovías engarzan barrios periféricos con el centro. Desde casi cualquier sitio se ven los airosos puentes, el viaducto, los monumentos de piedra que se asientan en el estuario como si quisieran marchar hacia la mar océana o acabasen de llegar dispuestos a contar las maravillas que ven los ojos marineros. Invitado en una residencia diplomática patricia, tuve poco tiempo para callejear, el que dejan las incursiones por los museos donde se empeñan en llevar al forastero. Excepcional, agrandado y muy inteligentemente distribuido el de la Fundación Gulbenkian, un armenio que quiso establecerse en Madrid, huyendo de los horrores de la II Guerra Mundial. La estulticia de los mandamases de entonces le puso tales inconvenientes, que prolongó el viaje hasta la más receptiva capital portuguesa, donde depositó su extenso alijo de coleccionista. Siento no poder parangonarle con la Fundación Lázaro Galdiano, otro mecenas de parecido porte, pero su digna casa-museo queda agazapada en los años cuarenta de su muerte, sin que se disipen algunas sospechas de que, entre piezas importantes, la imbatible colección de camafeos y cuadros de primera fila, convivan supuestos tesoros de dudoso origen. Es la vida de los magnates, que comienzan satisfaciendo gustos privados y se ven prisioneros del afán por conseguir obras maestras, en un forcejeo de marchantes que exigen profundos conocimientos, para no dejarse estafar. Algún seudomecenas he conocido, nunca movido de curiosidad por descubrir un objeto singular que no hubiera pasado por una patrulla de asesores de dudosa competencia y reputación. Madrid cuenta con una nómina amplia: grandes, indiscutibles muy pocos; medianos manifiestamente mejorables la mayoría y de pequeño tamaño unos cuantos, que no resisten la comparación con el que acabo de ver, en Lisboa, siempre en el mismo sitio desde su creación, que yo recuerde, pero renovado hasta la perfección. Un museo no es solamente un espacio mural donde colgar cuadros o recostar estatuas, sino un recinto armónico con lo que contiene. Quizá algún día se escriba el libro negro del Prado y las costosas ignominias que sufrieron sus estancias, el cambalache de los suelos de piedra por otros de menor nobleza, el tráfago de pinturas empequeñecidas en enormes lienzos, los atentados contra la iluminación natural... aunque nada descabalgue a nuestra pinacoteca de su puesto señero. Hablo de una fugaz excursión a la capital vecina y es lástima que nuestros ediles no lo imiten y que los munícipes -que somos usted y yo, cuantos formamos parte del municipio, y no en la acepción secundaria de alcaldes y concejales- no vayamos con mayor asiduidad. Cierto que los lusitanos eran alimentados, desde la cuna, en antipatía hacia España, lo que contrasta con la general cortesía que muestran hacia el resto de quienes van por allí. Me rondan unos endecasílabos donde pueda estar la solución. Intento reproducirlos, de memoria, en portugués: "Do Tejo a China o portugués impera, / d'un polo a outro o castellano mora / y ambos lados da terrestre esfera / dependen de Sevilla e de Lisboa". Nuestra capital, a orillas del Guadalquivir navegable y la otra urbe resguardada en el estuario del gran río. Así no había manera de encontrarse. No tuve acceso a lo que puedan costar las cosas a los turistas. Sólo me compré un par de zapatos, por menos de la mitad que me hubieran costado en Madrid. Impreso a fuego, "legítima suela de cuero". Eran zapatos españoles. Misterios del comercio y del mercado común.
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