Esto va a ser muy aburrido
Es bochornoso que mucho jubilado de tradición liberal y hasta librepensadora haya votado a la derecha desde la persuasión de que cualquier cambio pondría en peligro la cuantía de su pensión
¡Cuatro años!
Pese a todo, Zaplana era cuando aquí un vivales, una especie de ¡Viva Cartagena! perpetuo como programa residual de un gobierno de mayores ambiciones personales, de manera que resultaba tan divertido cuando ponía cara de misericordia esperanzada en una convocatoria de jubilados como cuando enumeraba, imperturbable, los grandes y sumergidos logros de su gobernación. Con Paco Camps todo será acaso tan insulso como un rosario de media tarde en familia con el ojo puesto en la espesura horaria del chocolate con churros. La representación política valenciana, sólo la representación, se desplaza desde los tiburones sin principios a los escualos principales de oceanográfico, a los que hay que dar de comer cada día para evitar alunizajes imprevistos contra las lunas de los escaparates más vistosos. El electorado manda, y ha optado sin complejos por la versión valenciana de un Bush desarmado y sus ojos de pecera, aunque bastante más educado.
Todos los barrios
No es preciso recurrir a la pulsión enumerativa para considerar que desde hace unos cuantos años la ciudad de Valencia no es precisamente el lugar de destino más apetecible para instalarse con alguna expectativa vital. En un habitat destrozado por una alcaldesa con menos memoria que méritos, sucede que la innombrable no sólo conserva su disoluto absolutismo mayoritario: para mayor ignominia, también se ha alzado con la victoria en casi todos los barrios de la ciudad que con tanta sapiencia deconstruye. El centro de la ciudad parece cohesionado por la procesionaria incesante de su valor como escenario tumultuoso de muchas celebraciones de religión callejera, cuando basta dar la espalda a Barón de Cárcer para estar al cabo de la calle de una desidia municipal donde la ciudad pierde su nombre. Ha ganado en todos los barrios, salvo en la Malvarrosa y otros dos. Quizás por el raíl memorioso de un recorrido todavía socialista.
Anomia
Robert K. Merton fue un sociólogo estadounidense que acuñó para siempre el término anomia en uno de sus trabajos más severos, con el que trataba de definir lo que sucede cuando sectores muy amplios de la sociedad se ven imposibilitados de seguir la observancia de las reglas que rigen para todo el conjunto social. No es más que un concepto, lo que tampoco es poca cosa, que el autor aplicaba a la desviación de conducta del ciudadano de a pie. Una desviación que ahora afecta, y de manera muy obstinada, a los dictadores de las normas. La pregunta acerca de si cualquier persona tiene posibilidades de comportarse como un buen ciudadano se desplaza hacia la más espinosa cuestión de si los políticos tiene oportunidad real de cumplir la complicada encrucijada de reglas, escritas o no, que rigen la legitimidad de ejercicio más que la de origen. Cuando la anomia vertebra el núcleo de los equipos dirigentes.
El asalto a la razón
Pasando de los abusos de la estadística hábilmente secuestrada por sus frecuentadores en la prestidigitación, o digitación prestada, del cálculo democrático tras el recuento de votos, lo cierto es que la derecha de siempre gobierna a favor de los de siempre en nombre de una ideología de rebufo universalista según la cual lo que conviene a sus intereses es lo más apetecible para el conjunto de la sociedad. Ese conjunto no existe de manera articulada más que en la portentosa imaginación de los estrategas de despacho, de manera que cada urbanización recalificada excluye de entrada a un montón cuantificable de ciudadanos que de pronto ya no forman parte de la estruendosa modernidad que los condena. La más perversa de las versiones del asalto a la razón que padecemos es la ilusión inducida de que todo se hace de la mejor manera posible, en su pasión cimentada.
La izquierda sentimental
Hay por ahí cada sujeto de izquierdas abonado al catastrofismo y adicto a la tristeza que mejor será para todos que no triunfe jamás en unas elecciones esa manera enfermiza de entender los desórdenes del mundo. Pero más allá de ese jolgorio de la tribulación perpetúa se va extendiendo lentamente la idea de que ser de izquierdas a estas alturas es más un componente sentimental algo rancio que una manera racional de comprender el funcionamiento real de la sociedad y el repertorio de medidas políticas que convendría adoptar para remediar sus efectos más perversos. La generosidad de los jóvenes solidarios es todavía apenas un impulso de inocencia que trata de sacudirse el estupor de tanta atrocidad como conoce, y el riesgo es que se convierta en ideología en sí misma, estéril y estancada sin el concurso que podría prestarle una izquierda con un proyecto decidido de futuro.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.