La envidia me corroe
A MI SANTO le gusta otra. Y encima, la tía es francesa. Y encima está viva. Porque antes a mi santo le gustaba una muerta. Marilyn Monroe. Y cuando a los santos les gusta una muerta practican la necrofilia platónica y como que la cosa no pasa de ahí, pero cuando los santos empiezan a practicar el platonismo con las vivas...: todo apunta a mayores, queridas amigas. De ahí a que yo tenga unos cuernos que no pueda entrar por esa puerta hay un paso. Aviso. Pero vamos, ustedes serán los primeros en saberlo porque yo, al igual que Terelu, quiero ir contando mi vida sentimental paso a paso. Para todos y todas. Yo no salgo en la portada del Diez Minutos, pero salgo en este rinconcillo de EL PAÍS, con mi foto del pelo sucio. La tía que le gusta a mi santo es la francesita Charlotte Gainsbourg, que sale en una película que se llama Mi mujer es una actriz, que es un rollo repollo de principio a fin. Y conste que no me ciega el resentimiento. Se ve que a nuestro Fernández Santos también le gusta Charlotte porque hizo una crítica hablando de que si la comicidad y de que si el encanto. Desde aquí te lo digo, Fernández Santos: dilo claramente y te comprenderemos, a ti lo que te pasa es que te gusta Charlotte. Lo que más me jode de mi santo es que es como todos los hombres. Yo pensaba que era distinto. Qué inocente. Yo pensaba que seguiría fiel a Jane Birkin, que es la madre, por cierto, de Charlotte, pero ni de coña. Dice que Jane Birkin estaba para mojar pan hace treinta años pero que ahora la que le gusta es la hija (me duele tanta insensibilidad), y me ilustró esta situación con unos versos de Campoamor: "Las hijas de las madres que amé tanto / me besan hoy como si fuera un santo". Tarde o temprano todos los hombres se vuelven loliteros. Una excepción fue el caso de Agatha Christie, que decía: "La ventaja de estar casada con un arqueólogo es que cuanto más vieja me hago más interés siente por mí". Pero mi santo, por desgracia, no es arqueólogo. Por cierto, que a mí esos versos de Campoamor también me afectan: el otro día me encuentro con el dibujante Máximo en el Ritz: él, superelegante, vestido de pingüino, y yo, vestida de Sirenita con un traje en brillos dorados que me acababa de comprar y que, a la postre, me estaba haciendo polvo el cachete izquierdo (del culo); tanto es así, que fui al lavabo y es que se me había olvidado quitarle la etiqueta de Oky-Coky, y, oyes, que se me había clavado en tan crítico lugar haciéndome sangre. Este mismo artículo lo estoy escribiendo apoyada sólo en el cachete derecho, para que se hagan ustedes idea del daño que en un momento dado pueden hacernos las etiquetas y el consumismo. Pero a lo que iba, que no paré de hablarle a Máximo de su niño, el actor Alberto Sanjuán, y de celebrarle lo guapo que era. Me puse tan plasta ignorando al padre y ensalzando al hijo que no sé qué pensaría Máximo. Desde aquí te lo digo, Máximo: perdóname, a veces me comporto como un hombre. Fue un momento lolitero que tuve. Conste que a mí, cuando un hombre me gusta, me gusta hasta la muerte. Pongamos un ejemplo significativo: Robert de Niro, que hace de abuelo en la última película, esa de Condenados. Yo me encuentro con un abuelo de esas características fisiológicas y me apunto al Imserso, te lo juro. Ahora que me acuerdo: yo fui al Ritz porque a mi santo lolitero le dieron un premio. La gente, que es muy buena, me preguntaba si me daba envidia. Cómo no le voy a tener envidia si a mí sólo me dieron un premio de redacción de pequeña y encima dice mi padre que me la escribió él. Menos mal que soy más materialista que envidiosa y eso me salva, porque cuando a mi santo le dan un premio, él se queda con el trofeo y la gloria y yo con el dinerete. A mí el dinero me consuela bastante. Porque otra cosa yo no seré, pero interesada... Cuando le iba a hacer entrega el presidente de Mapfre a mi santo del cheque, yo le susurré a dicho presidente: "Démelo a mí, que él es un artista y lo pierde". Y el presidente me dijo: "Ay, si no fuera por las mujeres". Una vez que me metí el talón en el canalillo interpectoral como que me cambió el rictus. Se me puso cara de María Asunción. Será psicológico, pero a mí el contacto puramente físico de un talón contra mi piel me hace más efecto que una crema reafirmante. No lo creerán, pero tengo comprobado que me froto un talón bancario que ha ganado mi santo (en uno de esos premios que a mí nunca me dan) en las cartucheras y, serán imaginaciones mías, pero noto que se me reduce la piel de naranja. Por cierto, el premio era el González Ruano. Se habló mucho de la fugacidad de aquello que se escribe en los periódicos. Lo cual me dio bajonazo. O sea, una se escuerna por ser ocurrente todos los domingos y ustedes me olvidarán en cuanto muera. Desagradecidos. Encima de que yo me desnudo, intelectualmente hablando, ante ustedes. Menos mal que hay gente, como el librero Miguel Hernández, que me reconoce un mérito, y le dijo a mi hijo: "Qué valiente es tu madre en sus escritos", y este ingrato al que yo traje al mundo con dolores mortales le respondió: "Más valientes somos nosotros que la tenemos que aguantar". Dice mi santo que el niño tiene a quien parecerse con ese humor tan simpático. Y yo pienso para mis adentros: "¿Es que yo soy tan cabrona?".
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