'No problemo'
Lo habitual del debate político es la colisión interpretativa. No hay nada que objetar: en ello se basa la democracia y en ello se fundamenta su superioridad civilizada frente a cualquier otra forma de autoritarismo. Sin embargo, cada vez más, nuestros representantes, sobre todo cuando se jactan de su poder y se vanaglorian de su dominio, sustraen su palabra de las instituciones y la vierten sobre los medios de comunicación: así, exhortan, dan ruedas de prensa, se oponen a quienes les critican, conceden frecuentes entrevistas, entregan artículos de opinión y se hacen, en fin, propagadores de si mismos, de su causa. No está mal que los representantes se expliquen, con ayuda o no, y que lo hagan en todos los foros públicos, pero no debe confundirse ese intervencionismo agraviado o defensivo con la deliberación. Es tentación de los gobiernos evitar el control parlamentario, hablar fuera y oponer resistencia a quienes examinan y se pronuncian justamente por ser ciudadanos, por ejercer la responsabilidad cívica. Es tarea de todos volver a conceder valor a la palabra argumentada, a la controversia ordenada y democrática, a la cultura razonada como sedimento de la expresión y de la decisión. La política no es un repertorio de problemas técnicos que deban resolver expertos en la reserva de su secreto. Los expertos discriminan entre ciertos medios para lograr un fin, hacen cálculos y nos indican cuál es la opción más económica. Pero sobre el valor último de las metas nada pueden decirnos y más bien deben callar. Decidir sobre lo bueno, sobre lo políticamente adecuado no es tarea suya, sino nuestra, pero es sobre todo labor, demanda y exigencia de ciudadanos preparados, informados, formados, dotados para la discusión racional. Nuestra pereza no siempre facilita ese esfuerzo.
Don Rafael Blasco rebate el análisis que yo mismo efectuaba días atrás en estas páginas haciéndome portavoz implícito de los perdedores electorales, atribuyéndome simpatías políticas antediluvianas, una especie de nostalgia pasadista. Yo, en cambio, crítico la política gubernamental de la que él es ubicuo portavoz desde el liberalismo, desde la austeridad presupuestaria, desde la contención del gasto, desde la templanza mediática; le critico reivindicando la pluralidad informativa que los medios públicos no conceden o trituran. Don Rafael Blasco me ponía un ejemplo asistencial para hacerme ver cómo ha cambiado la realidad, para demostrarme que lo real es objetivable estadísticamente. Yo podría, por mi parte, replicarle con la vergüenza de los cientos de barracones a los que con audacia imaginativa llaman aulas, esos contenedores metálicos que asfixian a los jovencitos bachilleres en muchas escuelas. Pero no lo haré, no sea que me reproche otra vez ser oficiante de una prestidigitación derrotada y arcaica. Eso es lo preocupante: la tendencia de los representantes gubernamentales a difundir versiones contrarias a las evidencias más obstinadas y a juzgar con condescendencia a quienes les tosen. Lo que ahora es corriente, lo que se impone como una de las formas del debate, es oponer un torrente de palabras o de imágenes. Lejos de negar defensivamente la acusación, lejos de resistir la demanda incómoda del analista más o menos inquisitivo o la pregunta sensata y cortés del ciudadano, el interpelado adereza la realidad, relata un bello cuento con el que emboscarse, una historia que permita tapar los fisuras por las que ya se cuela, ya se filtra, esa realidad tachada.
Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.
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