Joan Clos
Sin duda alguna, Joan Clos es el perdedor de Barcelona. Los resultados son bastante contundentes y no permiten fácilmente la minimización. Es cierto que el panorama catalán parece acentuarse por los extremos y reducir su espacio central: malos tiempos para las ideologías ambiguas. Pero es igualmente cierto que los resultados de Barcelona tienen claves propias, explicables sólo en términos de política local. Si el equipo socialista del consistorio quiere tranquilizar su dolida vanidad y, más allá de los discursos de galería, quiere hacer un análisis crítico serio, está obligado a mirarse a sí mismo y, me temo, a no gustarse demasiado. Hay una flecha hacia abajo que ha disparado en todo el espectro socialista catalán, pero la caída de Barcelona no se explica diluyéndola en el magma general: es específica y, por ende, significativa.
Clos ha pecado de falta de humildad política, para bajar a la arena y enfrentarse a los problemas sectoriales
Hablemos primero de los otros candidatos. ¿Por qué Clos es el único perdedor, desde mi punto de vista? Primero por la obviedad de los ganadores: los tres extremos, PP, ERC e ICV, han salido notoriamente reforzados. Especialmente señalado es el éxito de Iniciativa, que parecía finiquitada en boca de algunas socialistas de pro, no hace de ello ni dos días; y también el éxito del Partido Popular, tan brutalmente vilipendiado durante las largas semanas de pancarta callejera, que lo suyo es de mérito. Muchas claves se han dado ya para explicar los resultados y creo que, más o menos, pueden resumirse en una: hemos asistido a un voto con más carga política, donde lo sentimental, lo religioso (hay ideas que se transmutan en dogmas de fe) y lo ideológico han tenido más peso que lo práctico. Si me permiten la acotación (sin duda subjetiva), no tengo la impresión de que los tres partidos exitosos hayan acumulado méritos en la gestión como para ser premiados con esa rotundidad. Más bien al contrario, en algún caso. Pero hace miles de años que la gente prescinde de ese tipo de méritos a la hora de votar. ¿Le importa a alguien la aportación, en la gestión, de un Portabella, pongamos por caso? ¿La conoce alguien? Y sin embargo...
Tampoco puede considerarse a Xavier Trias un perdedor. Sin tener la aureola mitificada de un Miquel Roca, ni los recursos financieros todoterreno de un Joaquim Molins, y en un momento de declive de su partido, ha aguantado notablemente el tirón. Su derrota no es, para nada, amarga.
Como no es dulce la victoria de Joan Clos. Es cierto que, a pesar de los pesares, en política sólo gana quien gana, convertida en verdad absoluta esa frase de que el poder sólo desgasta a quien no lo ejerce. Pero, lavada la cara del disgusto de la noche de autos, pasado el rastrillo de los votos perdidos por la OPA amical de los colegas de ICV, entendido el cambio de paradigma que se está produciendo -y que, básicamente, significa el fin de las fidelidades absolutas-, aún queda mucho voto perdido a la búsqueda de un autor. Es ahí, en esa zona oscura del alma electoral, donde Clos tiene que buscar algunas respuestas y hacerse algunas preguntas.
Me decía Oriol Bohigas, después de despotricar brillantemente contra casi todo, que, "malgré tout", Barcelona era fantástica. Y una vez dejados por los suelos los amigos del socialismo catalán, ¿qué nos queda sino amarlos? Empecemos por ahí. Barcelona es una ciudad que ha ido construyéndose inteligentemente quizás porque ha gestionado con bastante sabiduría los años de democracia. Tanto Maragall como Clos han sido los artífices fundamentales de esa transformación y de esa gestión, y el mérito es suyo sin cicatería posible. Si bajamos a los infiernos, encontramos ciertamente muchas miserias no resueltas, algunos errores de bultos e, incluso, zonas de terreno resbaladizas. Pero si los balances de las ciudades se miden por kilómetros y no por centímetros, el trecho recorrido es de nota. La ciudad nos gusta y se gusta, y no creo que sea por exceso de autocomplacencia bobalicona, sino por sentido de la realidad. Dicho lo cual, Clos pierde gas, retrocede miles de votos, observa la caída de concejales de toda la vida como Albert Batlle, y se sitúa en zona de riesgo. ¿Por qué? Porque la Barcelona que se gusta no está demasiado contenta con un alcalde que se ha subido a los tacones del poder con exceso de alegría y que, en el subidón, ha perdido parte del sentido terrenal. El poder tiene mucho de celestial, y hacen falta unos cuantos amarres de peso para mantenerse a ras de suelo. Si se rompen los amarres, uno se enamora con exceso de sí mismo y entonces todo se complica. Se complican los horarios para verse con las asociaciones de vecinos, se complican las agendas para escuchar a los damnificados, se complica el tiempo para encontrar tiempo para negociar lo difícil. La gestión de lo fácil está al alcance de cualquiera, pero si un alcalde es lo más parecido a uno mismo que podemos tener en la política, es lógico que exijamos de él la gestión de lo complejo. Es decir, la cercanía, el matiz, la negociación, quizás hasta la humildad. Creo sinceramente que Clos ha pecado de ello, de falta de humildad. No me refiero a humildad personal -que es terreno íntimo e incontrovertible-, sino a humildad política, la que es necesaria para bajar a la arena y enfrentarse a los problemas sectoriales. Barcelona es una ciudad compleja, habitada por dinámicas sociales activas y críticas, orgullosa de su territorio cívico, al mismo tiempo encantada y exigente. Puede enamorarse de un alcalde de altos vuelos. Pero sólo si, después de volar alto, es capaz de sumergirse en cada vache, en cada roto, en cada barrio. Clos vuela alto pero se olvida de bajar a tierra. Ese olvido le ha costado unos cuantos miles de votos.
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