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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Wallace Shawn, al fin

Marcos Ordóñez

Uno. Llevo años con esta obra resonando en mi cabeza, The Designated Mourner, de Wallace Shawn, de quien Pinter dijo, y Pinter no malgasta alabanzas, "he is a fucking genius", y ahora, al fin, la ha montado Carlota Subirós, en el Espai Lliure, en catalán y castellano, simultáneamente. Gonzalo Cunill, ese monstruo argentino, habla en castellano, en traducción de Rafael Spregelburd, y Chantal Aimée y Jordi Serrat, en catalán traducido por la Subirós, y no pasa nada, es perfecto. Hay que ver esa función. The Designanted Mourner, "L'oficiant del dol". La primera vez (¡acontecimiento!) que una obra de Wallace Shawn se monta en nuestro país. Carlota Subirós se ha atrevido con la obra maestra de uno de los más importantes y secretos y radicales dramaturgos americanos, más conocido como actor: sí, el Vanya de la película de Malle, el compinche de André Gregory en Mi cena con André. Un reto abordado por una muchacha que aún no ha cumplido los treinta, un toro ante el que muchos directores consagrados vacilarían. En Barcelona hay ahora mismo dos obras imprescindibles: Escenas d'una execució, de Howard Barker, que ha vuelto al Nacional, con la gigantesca Anna Lizarán, y L'oficiant del dol. La obra de Shawn la estrenó en Londres David Hare, en el Cottesloe, con Mike Nichols y Miranda Richardson y David de Keyser. Está en DVD, también hay que verlo, sobre todo por Mike Nichols.

A propósito de L'oficiant del dol, dirigido por Carlota Subirós, en el Espai Lliure de Barcelona

L'oficiant del dol es una elegía vitriólica, un kaddish por la muerte de la Halta Cultura, de la "aristocracia intelectual" bajo un Nuevo Orden, a caballo entre el Bend Sinister de Nabokov y Il conformista (más Bertolucci que Moravia), con el tono de cualquier relato perverso de Margaret Atwood (El cuento de la criada, El asesino ciego) y, desde luego, Pinter, la poesía lírica, amarga y salvaje, de Pinter. Tres monólogos entrecruzados, casi dos horas y media de función (se han podado algunos fragmentos) y no puedes desviar la mirada ni el oído. Un país que podría ser Argentina anteayer o Estados Unidos pasado mañana. Howard, un viejo profesor, un intelectual disidente, "volando a través del día en las alas del desdén"; Jordi Serrat, que parece un cruce entre dos Harolds, Bloom y Brodsky; un Jordi Serrat que da perfectamente el tipo pero al que le falta otra vuelta de tuerca para acabar de dar la talla, la autoridad enervante y absolutista del personaje. Su hija, Judy, es Chantal Aimée, que ya estaba soberbia en La ópera de cuatro cuartos, de Bieito. Aquí, en la primera parte, hay una cierta indefinición en el trazo que le ha marcado la Subirós: a ratos se comporta más como una dependienta de mercería de provincias que como la hijísima de un alto intelectual. Pero, ah, en la segunda parte... Y luego, en lo alto, Gonzalo Cunill, que llegó a nosotros con la compañía de Jan Lauwers y, otra gran noticia, se ha asentado en Barcelona. Gonzalo Cunill es Jack. Hablemos de Jack.

Dos. "Estoy aquí para decirles que un pequeño mundo ha muerto y yo soy el oficiante del duelo", dice, casi con voz de entertainer, con las gafas negras y cínicas de Gainsbourg, para ocultar -o "remostrar", como diría Barthes- un dolor secreto, una herida que nunca acabará de cerrarse. Jack es, o quiere ser, un "hombre común", que no soporta la delicada burbuja de cristal en la que habitan su pomposo suegro y su hija. "Te beso, y es como si mi beso se despeñara por un acantilado", le grita a Judy. Un hombre con una tormenta en la cabeza, una criatura celiniana, un Roquentin asfixiado que decide romper con todo, escapar, hasta convertirse en una cosa, una cosa sin peso. "En realidad fue sólo mi cuerpo el que salió de esa casa". Entretanto, y sin que él haga nada por evitarlo, ese pequeño mundo va a ser abatido por "los de abajo", guiados, manipulados, "reflejados" por una Junta Militar que promulga "el destripamiento de los triposos". Un hombre, Jack, cada vez más libre y más perdido. Estamos y no estamos con él. Nos seduce, nos lleva a su terreno... sí, todos nosotros hemos pensado o sentido eso alguna vez... el odio hacia la clase "exquisita", las cien familias, un resentido como nosotros, que clama de felicidad ante la destrucción de ese pequeño mundo al que nunca pudo pertenecer, pero sabe que cuando ellos desaparezcan, desaparecerá una parte, quizá la mejor, de sí mismo. Un hombre que acaba loco, "conformado", sin sueños pero con recuerdos constantes. E imágenes terribles: las ejecuciones televisadas, con tubos de colores brillantes metidos en las gargantas de los disidentes, y la última de la fila es Judy, es Judy, es Judy. En la extraordinaria segunda parte, el profesor ha desaparecido, asesinado de un tiro en la nuca, tras cinco años de cárcel. Ahí están Chantal y Cunill, sentados a una mesa, durante una hora, sin moverse, sin mirarse, y no para de moverse y girar el texto, los ritmos, el dolor. Ése es el enorme logro de Carlota Subirós y sus actores. Ya se han apagado las risas nerviosas de la primera parte, ya estamos en el territorio de la desolación. Silencio absoluto en la sala. Chantal, una desolada Mia Farrow, como la muchacha muerta, el fantasma sonámbulo de Moonlight, de Pinter, siempre Pinter; Chantal yéndose, lentamente. Y Gonzalo Cunill oficiando el duelo, solo, en la cafetería de un parque, al atardecer, prendiendo fuego al envoltorio de un pastelillo, una hoguera minúscula, inútil: "Me pareció escuchar a John Donne llorando mientras caía en picado vertiginosamente, camino al infierno. Los que podían recordar su nombre se habían extinguido, excepto yo, y yo lo estaba olvidando, olvidando su nombre, olvidándole a él y olvidando a todos aquellos que lo habían recordado". Jack en el banco, abandonado, envuelto en "la caricia siempre cambiante y dulce de la brisa vespertina", mientras dura y perdura, en las alas del aire, la despedida de Eurídice a Orfeo, o un lied de Schubert, la banda sonora de un mundo desaparecido, esa música que ya nadie volverá a escuchar, salvo nosotros.

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