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Don Rafael y los analistas

Enjuiciando los resultados de las pasadas elecciones, sometiendo a escrutinio principalmente al adversario, el consejero de Bienestar social, don Rafael Blasco, diagnosticaba: "Una campaña electoral apasionante como pocas ha llegado a su fin, y los resultados dejan dos claros triunfadores: el pueblo valenciano y su compromiso democrático, y Paco Camps y el Partido Popular. Y dejan también, un regalo para politólogos, analistas y estrategas: el escaso valor de la agitación política cuando existe inteligencia social y madurez democrática".

¿Politólogos, analistas, estrategas? Permítame, don Rafael, apelar a alguno de ellos. Los expertos me perdonarán que incurra en el tópico, pero las circunstancias invitan. Hay un viejo teorema en sociología, una formulación que Robert K. Merton denominó "teorema de Thomas" en su obra Teoría y estructura sociales y que reza así: "Si los individuos definen las situaciones como reales, son reales en sus consecuencias". ¿Por qué razón? Porque los individuos "responden no sólo a los rasgos objetivos de una situación, sino también, y a veces, primordialmente, al sentido que la situación tiene para ellos. Y así que han atribuido algún sentido a la situación, su conducta consiguiente y algunas de las consecuencias de esa conducta, son determinadas por el sentido atribuido". Es decir, lo que enuncia este teorema es la profecía autocumplida, aquella según la cual no sólo es verdad lo que es verdad, sino también lo que la gente define o le definen como tal, siempre que lo acepte, al menos en el sentido de que aquello en lo que acabamos creyendo produce consecuencias sociales, con independencia de que sea falso o no.

Pues bien, aparte de otras causas, aparte de la posible debilidad de la oposición, lo cierto es que la razón básica de ese triunfo electoral que don Rafael celebra es la inmensa, la gigantesca, la desorbitada, la minuciosa y la reiterada campaña de fabricación de realidad, de prestidigitación y de imagen. Renunciando a cualquier freno liberal, olvidando toda contención austera y presupuestaria, haciendo del gasto público un fiesta bien vistosa, su partido ha desplegado un frenesí edilicio, constructor, pareciendo que cumplía, que ejecutaba, aquel Estado de Obras con que don Gonzalo Fernández de la Mora soñó. Ocupando los medios de comunicación oficiales, ahormando la televisión a su antojo, desalojando a los desafectos, sus imaginativos responsables han acabado por fabricar una realidad aparentemente incontrovertible y consoladora: la de una Valencia muy bonita, una Valencia que está guapa, una Valencia sin problemas. Pero faltaría por plantearles la pregunta del millón. ¿Y esto quién lo paga? No hay problema: las personas corrientes no solemos hacer arqueo de las finanzas públicas, sino que nos contentamos con lo inmediatamente visible. Como puede leerse en Quintacolumnismo, de Arcadi Espada, "una de las peculiaridades más sensacionales del Estado construido a partir de 1978 es que los gobiernos autonómicos han conseguido practicar una política que evita, sistemáticamente, dar cuentas sobre su gasto". "Son gobiernos", añade Espada, "que no recaudan directamente y que en el imaginario directamente colectivo español no son responsables. Es decir, nadie les pide explicaciones sobre las penurias sociales, ni sobre el aprieto impositivo. Ni sobre lo que dan, ni sobre lo que quitan. Gestionan billones". Pero averiguar eso, saber qué hacen con ese montante exige de nosotros, de los electores, informarse.

Hace unos días, y perdonen que me repita, mencionaba en una tribuna publicada en estas páginas la advertencia que nos hiciera Anthony Downs, otro politólogo, acerca del acopio informativo que los votantes hacemos. La realidad ordinaria del sistema electoral da pruebas suficientes de que los electores solemos ser perezosos, de que no acarreamos muchos datos para inclinarnos por uno u otro partido. ¿Por qué razón? Porque el incentivo para informarnos bien -insistía Anthony Downs- es escaso. En consecuencia, concluía Downs, es racional, desde el punto de vista individual, minimizar la inversión en información política, a pesar de que la mayoría de los ciudadanos podríamos beneficiarnos sustancialmente si el conjunto de los electores estuviésemos bien informados. Nos fatigan, nos aturden, nos persuaden con todo tipo de obras que no pueden pasarnos inadvertidas y que satisfacen nuestro narcisismo. Nos saturan con datos e imágenes redundantes que parecen ahorrarnos el esfuerzo de informarnos. ¿Qué pasa, pues? Que, mientras no nos resintamos económicamente, mientras no tengamos razones materiales para cambiar, desobedecer y resistir, los electores tenderemos a repetir el voto. Ya Max Weber sostuvo que los actores sociales, que nosotros mismos, obedecemos la regla y la tendencia dominante cuando el interés en obedecerlas, en seguirlas, las coloca por encima del interés en desobedecerlas. Hay, por tanto, una inercia social, una inercia que se confirma cuando, aparte de las flaquezas de la oposición, la refuerzan con imágenes de ensueño que tapan, que ocultan los desarreglos que tantos no ven o que muchos no quieren hacer el esfuerzo de informarse y ver. Podemos, pues, incurrir en la ceguera voluntaria del nuevo rico, del satisfecho parvenu, o del perezoso elector, y sólo más tarde, cuando haya un doloroso despertar, apreciaremos si aquellas obras bien vistosas y si aquella quincallería edilicia eran o no contrarias a la sensatez presupuestaria, a la austeridad y al buen juicio. Mientras tanto, las primeras piedras, los hologramas y la realidad virtual nos seguirán devolviendo una imagen muy favorecedora de nosotros mismos, dándonos réditos narcisistas, consoladores, confirmatorios, simbólicos. Ése sí que es un regalo para politólogos, analistas y estrategas, ésa sí habrá de ser materia de examen minucioso.

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