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Columna
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Auto de terminación

No es lo que todos piensan. Es otra clase de autodeterminación que poco tiene que ver con nuestro monotema nacional. Es algo a lo que los políticos no han prestado ni siquiera un minuto de atención a lo largo de esta poco exaltante campaña. Es un tema proscrito, uno de esos asuntos incómodos que conviene ocultar debajo de la alfombra. Se trata de la vida, es decir, de la muerte; de los contribuyentes que un buen día deciden dejar de serlo, darse de baja en el padrón de la existencia para siempre jamás. Se trata del suicidio, de la muerte asistida, la eutanasia y otras formas de desaparición voluntaria del mundo. Un asunto que da pocos votos y muchos quebraderos de cabeza.

Leo estos días el estupendo ensayo del navarro Ramón Andrés titulado Historia del suicidio en Occidente. Se echaba en falta un texto de esta índole en la ensayística española última. Andrés ha escrito un ensayo circunstanciado y lleno de rigor y erudiciones, pero también repleto de literatura y tan apasionante como cualquier novela apasionante. Lo primero que hace es recordarnos que en la Europa cristiana la legislación de los diversos países consideraba al suicida como al peor de los criminales. Hasta 1983, cuesta creerlo, la legislación canónica en España mantuvo el enterramiento diferenciado para los suicidas. Por lo demás, todavía recae el peso de la ley contra aquellos que participan, directa o indirectamente, en los procesos de eutanasia activa, es decir, cuando el enfermo pide que le echen una mano o un poco de cianuro para acabar con sus padecimientos.

El autor de Historia del suicidio en Occidente recorre los pasadizos de la muerte voluntaria en las distintas épocas, desde el momento en el que el ser humano advierte la posibilidad de interrumpir el orden natural como antídoto contra el mal de vivir, el taedium vital o esa "zozobra sentida desde las melladuras del primer conocimiento", hasta la más reciente fenomenología del suicidio. Podemos enterarnos, como curiosidad, de que en el siglo XIX los métodos más utilizados para quitarse la vida eran el ahorcamiento, la inmersión, el envenenamiento y las armas de fuego. Entre los varones el sistema preferido era la ahorcadura, seguido por el arma de fuego. Las mujeres recurrían al veneno y la inmersión.

Pero el asunto capital, el que nuestros políticos (todos nuestros políticos) no quieren afrontar, es el de la legislación sobre la muerte voluntaria. Dice Andrés, cargado de razón, que jurídicamente no ha sido todavía superada la confrontación entre el derecho a la vida y el derecho a la libertad. La vieja ética racional se expresa invocando los grandes principios universales y desatendiendo sistemáticamente los casos individuales. Sin embargo, según un informe del CIS, el 67 % de los españoles defiende la eutanasia o el suicidio asistido. El derecho a morir, el derecho del enfermo desahuciado o, simplemente, de quien está cansado de vivir -porque, como decía Pedro Casariego, la vida puede ser una lata-, pasa por la autodeterminación. A lo mejor la próxima campaña electoral, o dentro de cien años, alguien habla de ello.

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