El aquelarre de Míriam Tey
"Todos tenemos un pasado", dice Míriam Tey en estos días aciagos de aquelarre. Ella, que se las prometía tan felices desde que conoció -y deslumbró- a José Mari en casa de Óscar Tusquets, y ahora ahí está, centro centrípeto del fuego que se ha montado para quemar a las brujas del machismo. Algún día la historia no contada de la Cataluña opaca (pero poderosa) tendrá que dedicar un capítulo a los chicos que cenan con José Mari en casa de Óscar y a todo lo que se fragua de lo que allí se habla. Que algunos cargos nacen entre tenedores de diseño...
Pero hablábamos de Míriam Tey, esta mujer de larga biografía editorial, cercana a los estereotipos del progresismo pijo, más o menos de izquierdas, que rompió todos los esquemas cuando dio el sí al presidente. Dirigir el Instituto de la Mujer del PP no formaba parte, ciertamente, de las previsiones que habríamos hecho de la actual directora de Editorial El Bronce y otrora compañera sentimental del gran Miquel Alzueta. Ilustrada, moderna, dicen que hasta rupturista, Míriam no es, ciertamente, lo que llamaríamos una chica PP. Pero siguiendo la estela de otros grandes ex del progresismo, como el conspicuo Racionero o el adusto Juaristi, Tey también fue seducida por la melodía erótica de la flauta del poder y decidió abandonar el pesado fardo de la coherencia para volar libre. No creo que se la pueda acusar de nada, más allá de saber medrar sin mala conciencia.
Lo peor del libro es su autor, un misógino que provoca al feminismo diciendo más sandeces que su propio personaje
Sin embargo, no sólo le están lloviendo acusaciones de todo tipo, sino que se ha convertido en la cabeza exigida por todos los pueblos de la izquierda y el feminismo para acallar la gruesa polémica que se ha montado. Todas putas, de Hernán Migoya, ha encendido muchos fuegos, y el hecho de que su editora, Míriam, sea a la par directora del Instituto de la Mujer ha supuesto una auténtica carta de dinamita. Sin duda, parece lógico el cabreo: ella, celadora de los derechos de la mujer, especialmente responsable de la lucha contra el maltrato y la violencia, publica un libro soez y misógino donde se hace una clara apología de la violación. Ergo hay que destituirla. Y si, en el disparo hacia arriba, le damos a Zaplana, mucho mejor, que en tiempos electorales sienta bien la caza mayor. Pero aunque parezca lógico, personalmente me parece un despropósito de tomo y lomo que tiene visos de auténtico aquelarre. Ya lo ha escrito Barril magistralmente en El Periódico y también Elvira Lindo en estas páginas, y hasta Haro Tecglen se ha escandalizado por el escándalo montado. Cristina Peri Rossi dio en la diana: lo único escandaloso es que se publique un libro tan mal escrito. El debate, sin embargo, no es menor porque introduce elementos de gran calado: libertad de expresión, censura de lo políticamente incorrecto, confusión entre ficción y realidad, límites de la literatura...
Diremos primero que lo peor del libro es su autor, un entrañable misógino que está encantado de sus cuatro minutos de gloria y que va por ahí intentando escandalizar al feminismo a costa de decir más sandeces que su propio personaje. Pero para misóginos notables, una se queda con Cela o con Umbral, que como mínimo escriben extraordinariamente. El señor Migoya no sólo piensa mal, cosa que abunda bastante, sino que escribe peor. Encima de misógino, pues, mal escritor. Una cree que Míriam Tey podría haberse ahorrado papel no editándolo, pero no por lo que dice, sino por lo mal que lo dice. ¿Lo que dice? En este aspecto, no entiendo el lío montado. La ficción está llena de personajes incorrectos y hasta despreciables que, sin embargo, han dado sentido a obras maestras. No se trata sólo del manido ejemplo del marqués de Sade -casi tan insípido y aburrido como una peli porno japonesa-, sino de toda la construcción simbólica de Henry Miller, del mejor Nabokov, del Apollinaire más provocador. Nadie, ni los insanos, confunde la ficción con la realidad y desde luego nadie se vuelve violador porque lo diga el personaje de un Migoya cualquiera. La creación necesita horizontes mucho más amplios de los que requiere el dogma político y su objetivo no es el adoctrinamiento, sino el arte.
Pero, además, si el pensamiento progresista se convierte en una enorme máquina de censura, que pega, corta y borra todo aquello que está fuera de lo políticamente correcto, entonces se convierte en un pensamiento perverso y, por supuesto, tremendamente conservador. De la misma manera que me niego a que la derecha de toda la vida nos diga lo que se puede escribir y lo que no, me niego a que sea el feminismo o cualquier otro ismo de la modernidad el que aplique la censura. Que los dogmatismos de izquierda, ¡ay!, también son peligrosos.
Quizá Míriam Tey tenga que dimitir algún día como directora del instituto. Pero que sea porque no cumple correctamente con su compromiso público, y no por editar tonterías. Por editarlas, lo que tendría que hacer es dimitir como editora. Aunque también sería injusto: ¿qué editor no tiene en su lista algún Migoya de inefable memoria y pésima categoría? Las cazas de brujas también son cacerías, aunque las perpetren los buenos. Y los buenos, esta vez, se están pasando mil pueblos.
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