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De la derrota a la victoria

Hace treinta años, Estados Unidos era la mayor potencia del mundo, a pesar de la formidable amenaza soviética. Pero sus fuerzas armadas se vieron sometidas a la derrota más humillante de todos los tiempos, vencidas por un ejército de campesinos en las selvas de Vietnam. Sin embargo, en las tres décadas transcurridas desde entonces, las fuerzas estadounidenses vuelven a no tener parangón, y los celosos rivales de Estados Unidos están horrorizados por la pura potencia y eficacia de los despliegues del Pentágono. ¿Qué demonios ha pasado? Vale la pena recordar la envergadura del desastre experimentado en Vietnam, aunque sólo sea para contrastarlo con la historia actual. La Ofensiva de Tet supuso un duro golpe para un ejército estadounidense que ya renqueaba bajo la humillación de una década de reveses en aquellas lejanas selvas. Las fuerzas terrestres estadounidenses, a pesar de ascender a más de 500.000 efectivos, estaban agarrotadas y hartas, y la fuerza naval tenía un impacto limitado. Incluso el mítico Cuerpo de Marines, que tan bien había luchado en la guerra del Pacífico sólo 25 años antes, estaba fracasando. Y la fuerza aérea, clave de la victoria en la época moderna, resultó ineficaz. En el territorio nacional, el descontento público aumentó hasta convertirse en una ira tal que desbancó a un presidente y proyectó una sombra -"el síndrome de Vietnam"- sobre la nación durante años.

Los contrastes con la campaña lanzada contra Irak esta primavera son evidentes y no vale la pena detenerse en ellos. La fuerza aérea demostró ser devastadora y precisa. La fuerza naval -desde los aviones lanzados desde portaaviones hasta los misiles de crucero lanzados desde los submarinos, pasando por la inmensidad de la capacidad de transporte marítimo- fue intimidante. Las unidades de los cuerpos del ejército, así como las tropas especiales, hicieron gala de un gran ingenio operativo. Naturalmente, se podría alegar que el combate en el desierto es más fácil que en la selva. Y que la dictadura de Sadam Husein mostró mucha menos resolución que el dispuesto Vietcong y los batallones norvietnamitas. Pero la historia del ascenso desde la derrota a la victoria tiene una tercera explicación: la notable recuperación de la capacidad del ejército estadounidense para luchar y vencer.

La recuperación de una derrota siempre es compleja y debe producirse en varios niveles, dado que el desastre en sí está causado por lo general por numerosos factores. Este giro debe analizarse, como mínimo, en cinco terrenos: en la esfera intelectual y psicológica, en el reclutamiento del personal, en la tecnología, en el respaldo económico y en la aprobación política. En los últimos años, las cinco corrientes han fluido en la misma dirección, y de ello ha salido claramente beneficiado el ejército estadounidense. Puede que la tarea más difícil fuera la de los encargados de reconstruir las desmoralizadas fuerzas armadas. Las suposiciones previas -que la victoria estaba garantizada siempre que uno tuviera más tanques y aviones que el enemigo- no funcionaron en Vietnam. Entonces los oficiales tuvieron que aprender de Clausewitz que la guerra era inherentemente política. Tuvieron que aprender, normalmente de la entonces nueva y notable Oficina de Evaluación Neta del Pentágono, que no sirve de nada tener una buena estrategia si las tácticas sobre el terreno son malas y la eficacia operativa es inadecuada. Por último, tuvieron que aprender de la historia. Los oficiales que regresaron de la guerra de Vietnam para estudiar durante un año en la Escuela de Guerra Naval de Rhode Island se sorprendieron al ver que el primer libro programado era La guerra del Peloponeso. Cuando llegaron al relato de Tucídides sobre la desastrosa campaña ateniense en Sicilia, comprendieron por qué: ellos acababan de vivir lo mismo. Había mucho que aprender, y las escuelas militares estadounidenses estaban muy adelantadas en la tarea del reaprendizaje.

Igualmente decisiva fue la transformación de la política de reclutamiento: desde el reclutamiento obligatorio al completamente voluntario. Esto no se produjo a la ligera. La creencia general era que la principal razón de la victoria en la Segunda Guerra Mundial había sido que se había reclutado a gente de todas las clases para el esfuerzo nacional; por consiguiente, fue duro enterarse de que muchos estadounidenses enviados a Vietnam no estaban de acuerdo con la misión e incluso no estaban dispuestos a luchar. Se temía también que las fuerzas voluntarias estuviesen compuestas desproporcionadamente por los pobres (léase negros, campesinos sureños e hispanos), y que las élites blancas anglosajonas y las judías evitarían el servicio. Era una preocupación muy lógica, como demostraron las estadísticas de reclutamiento posteriores. Pero la evidencia proporcionada por las fuerzas armadas británicas, donde el servicio nacional se había abolido en 1957, resultó convincente. Un ejército voluntario tenía más moral y dedicación que uno compuesto por hombres reclutados obligatoriamente durante dos años de su vida. Los hombres que firmaban por 9, 15 o 21 años constituían la columna vertebral de los servicios, y se perdía mucho menos tiempo en formar a la tanda anual de reclutas reacios. Cuando Estados Unidos introdujo por fin este trascendental cambio, la eficacia de sus fuerzas armadas aumentó a pasos agigantados. Hoy en día, nada aterra más a los planificadores militares que la propuesta de reintroducir el reclutamiento forzoso. No hay más que fijarse en el triste destino del Ejército Rojo en décadas recientes para comprender por qué.

Otra razón para crear unas fuerzas armadas profesionales fue que el sistema armamentístico y, por tanto, los enfrentamientos bélicos en sí se estaban volviendo más técnicos y exigentes. Una cosa era instruir a un soldado armado con bayoneta del siglo XVIII para que marchase a la batalla, y otra muy distinta enseñar a un muchacho de 20 años a controlar un submarino, manejar un F-16 o saltar en paracaídas. En el programa de entrenamiento había que incluir la logística, la física, la química y la ingeniería, al igual que ciertas nociones de psicología y liderazgo. Afortunadamente, Estados Unidos era líder en nuevas tecnologías y poseía una enorme base de industrias militares que permitió obtener asombrosas sinergias -entre Internet, la toma de imágenes vía satélite, las supercomputadoras, los controles de blancos precisos- y, por consiguiente, también una nueva generación de armas. Pero todo este armamento -por no mencionar el salario más elevado de un militar profesional- cuesta dinero, de hecho, enormes cantidades de dinero. Y aunque los políticos liberales no eran muy partidarios del gasto militar después deVietnam, los gobiernos de Reagan y Bush en la década de 1980 empezaron a aportar gran cantidad de dinero para defensa, a medida que el mundo entraba en una nueva fase de la guerra fría. Las cifras absolutas se recortaron en los años de Clinton, pero nunca tanto como acusan los conservadores. (Incluso bajo el gobierno demócrata, el presupuesto del Pentágono siguió siendo igual al de las seis o siete potencias siguientes juntas). Además, el extraordinario crecimiento de la economía estadounidense permitió gastos elevados en defensa sin las tensiones de las décadas precedentes.

El quinto elemento, el político, corresponde a la notable transformación de la actitud pública hacia el ejército. A los excombatientes de Vietnam, que fueron recibidos con maldiciones, seguramente les resultará difícil el identificarse con el ambiente actual. Ahora los políticos compiten por mostrar su patriotismo, las solicitudes de gastos suplementarios en defensa no tienen dificultades para ser aprobadas en el Congreso, y medios chovinistas como Fox News o The New York Post aclaman el poderío estadounidense sin molestarse en preguntar cómo se puede utilizar dicho poder para el bien futuro. ¿Continuará indefinidamente este avance de la derrota a la victoria? La combinación de elementos que favorecen a Estados Unidos parece impresionante, pero la historia siempre nos reserva sorpresas. El desastre de Vietnam se produjo menos de 30 años después de 1945. ¿Cuántas vueltas daremos en los próximos 30 años, especialmente si la economía estadounidense flaquea, los presupuestos de defensa se reducen drásticamente, surgen nuevos enemigos y la opinión pública se pone firmemente en contra de las guerras en el exterior? En medio del actual regocijo, deberíamos recordar la advertencia de Tucídides y de otros autores clásicos de que las principales razones por las que se hunden los grandes imperios son el orgullo, la arrogancia y la confianza excesiva, o, en sus propias palabras, el engreimiento. La transformación del ejército estadounidense en los últimos 25 años puede producir una íntima satisfacción. Pero demasiado triunfalismo es poco aconsejable. Todavía nos queda la verdadera incógnita: qué hacer con este poder sin precedentes.

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