En torno a Londres y París
Después de la guerra de Irak, Europa, un claro perdedor político, tiene que afrontar el hecho de que ya no debe abordar dos, sino tres desafíos básicos. Más allá de la tarea de redefinir sus instituciones para dar cabida al ingreso de diez nuevos miembros -lo que en otro tiempo se definió como el reto de profundizar y ampliar-, Europa tiene que dar prioridad en su agenda política a la absoluta necesidad de establecer un nuevo consenso sobre la mejor forma de relacionarse con Washington. No sirve de nada esconderse de esta realidad. Como resultado de la guerra de Irak, hay comparativamente más Estados Unidos y menos Europa en el mundo, y muy probablemente menos Europa para los estadounidenses. Francia, Alemania y Rusia, por contraste con el Reino Unido de Blair, independientemente de lo que suceda mañana en Irak y en Oriente Próximo, no han desempeñado un papel positivo en el derrocamiento de una de las peores dictaduras del mundo.
El intento de construir Europa en oposición a EE UU está condenado al fracaso
Como consecuencia de sus decisiones y de su estilo diplomático, Francia se ha convertido en el blanco favorito de un nuevo patriotismo antifrancés en EE UU. El primer intento serio por parte de Alemania de recurrir al "gaullismo diplomático" no ha contribuido al surgimiento de una mayor autoridad internacional. El "eje" entre París, Berlín y Moscú no lleva a ninguna parte en una Europa de 25, y está abocado a provocar sospechas y resentimiento entre los nuevos socios. La cumbre sobre seguridad celebrada recientemente en Bruselas entre Bélgica, Luxemburgo, Alemania y Francia ha demostrado hasta el punto del absurdo la imposibilidad de concebir una reflexión europea relevante sobre seguridad sin el Reino Unido y, por consiguiente, que en un futuro previsible el intento de construir Europa en oposición a EE UU está condenado al fracaso.
Más que nunca, una Europa seria sólo puede surgir en torno a Londres y París. La primera lección de la guerra contra Irak para Europa conduce, por consiguiente, a la recuperación del espíritu de Saint-Malo, es decir, a reforzar la cooperación en el campo de la defensa entre los dos únicos actores serios en materia de seguridad: Reino Unido y Francia. En los próximos meses, París y Londres se necesitarán mutuamente. Tony Blair necesita el respaldo de Europa en general para transformar en verdadera influencia diplomática el capital moral y la confianza personal que ha cosechado en Washington. Jacques Chirac sólo puede confiar en el Reino Unido como mediador entre París y Washington, un papel que Alemania ya no puede desempeñar como consecuencia de la caída en desgracia de Schröder ante los estadounidenses.
Las evoluciones diplomáticas y las reflexiones institucionales tienden a avanzar en la misma dirección: la del Reino Unido. Bajo la guía sabia y carismática del presidente Valéry Giscard d'Estaing, que quizá algún día aparezca en los libros de historia como el equivalente europeo de los "padres fundadores" de la Constitución estadounidense, el intergubernamentalismo está ascendiendo en Europa. La reaparición de la pareja franco-alemana, en forma de proceso de marginación en buena medida autoinfligido, quizá haya llevado esta vez a un resultado sorprendente: una posición central del Reino Unido en Europa. Una posición que Londres no podrá aprovechar plenamente mientras se mantenga fuera de la zona euro, una posición basada en el hecho de que el Reino Unido es el único puente serio entre los dos lados del Atlántico. La Italia de Berlusconi no ha sabido capitalizar su apoyo al Gobierno de Bush, y sufre aún la recurrente dificultad que Roma tiene de que la tomen en serio en cuestiones políticas y diplomáticas. Puede que la España de Aznar le vaya mejor en lo que respecta a la diplomacia, pero carece de credenciales serias en el ámbito de la seguridad. Para Francia, la lección debería estar clara. Simplemente no hay más alternativa que el Reino Unido, lo que significa que, si Francia desea realmente convertir a Europa en un actor en el ámbito de la seguridad y la diplomacia, no puede hacerlo, al menos en las actuales condiciones, enfrentándose a EE UU.
A finales de los años ochenta, en vísperas de la reunificación alemana, Francia tuvo que aceptar que, por el bien de Europa, tenía que vérselas con una sola Alemania, y enterrar el antiguo lema de "me gusta tanto Alemania que quiero dos". Para ajustarse a las nuevas realidades mundiales, Francia debería decir hoy: "En nombre de Europa estoy dispuesta a seguir una senda que no se oponga sistemáticamente a EE UU". Es decir, más Europa mañana presupone más euroatlanticismo hoy. Una decisión difícil pero realista, que sobrepasaría la disputa sobre las virtudes o los peligros del multilateralismo, percibido por los franceses como garantía de un mundo más equilibrado, y por los británicos, como una receta para el enfrentamiento entre aliados.
Los europeos no deberían demonizar al nuevo EE UU ni negarse a enfrentarse al hecho de que ese país ha cambiado profundamente desde el 11-S. Hace más de treinta años, el filósofo francés Raymond Aron, en un ensayo titulado La república imperial, resaltó con agudeza que EE UU era un imperio privado de la voluntad de comportarse de manera imperialista. Hoy ya no se puede decir eso. Desde la caída de la URSS y desde los sucesos del 11-S, hay una especie de verdadera tentación imperial en el nuevo EE UU, una tentación reforzada por la influencia de los neoconservadores en la presidencia de Bush. Pero no percibo un apetito prolongado de aventuras militares en la opinión pública estadounidense. Y los europeos no deberían contemplar a EE UU como si estuviera destinado a ser gobernado para siempre por el actual equipo. En los próximos 18 meses pueden ocurrir muchas cosas. Mientras tanto, el papel autónomo de Europa, su legítimo énfasis en el respeto al derecho internacional, su posible influencia moderadora sobre EE UU, obtendrá mejores resultados con una política de respaldo crítico a largo plazo que resalte los valores comunes que con una política de enfrentamiento directo, seguido por un menos que noble intento de apaciguamiento.
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