Marc Recha triunfa con 'Las manos vacías' en la sección fuera de concurso
Conmovedora incursión de la cineasta iraní Samira Makhmalbaf en el Afganistán actual
Los programadores de Cannes abrieron hace tres años la puerta a los pasos adelante de la obra del español Marc Recha, y en ello siguen. Si entonces convocaron el más que prometedor balbuceo de Pau y su hermano, ayer trajeron su nueva película, Las manos vacías, que obtuvo la mejor hora del mejor día en el rincón de los cinéfilos, que supieron ver sus calidades. Y también llegó -¡por fin!- al concurso el gran cine con A las cinco de la tarde, desequilibrada pero muy potente obra de la jovencísima Samira Makhmalbaf, que a los 23 años tiene ya la piel curtida por los focos.
Con Las manos vacías, Marc Recha sigue explorando dentro del mismo paisaje poético en que se movió su cámara en Pau y su hermano. Y de nuevo profundiza con mirada inquieta e insaciable en las idas y venidas del puñado de pobladores que han arraigado en ese paisaje y han tejido la tela de araña de una pequeña comunidad que sigue las viejas e inevitables reglas del juego de las colectividades primordiales, que en esencia es el mismo juego que agita y gobierna a las sociedades evolucionadas. Hay, por ello, fuerza metafórica en este notable filme.
Tiene Las manos vacías un largo arranque donde domina lo descriptivo. Recha no rueda con piñón fijo y filma con cámara estilográfica, tomando nota de las minucias de lo que tiene delante, que es el día tras día del puñado de gente humana afincada en ese paisaje, o metáfora o espacio o escenario, en el que esos personajes trazan las idas y venidas de sus obsesiones, sus ritos y sus conflictos.
Es probable, porque la primera mitad de las más de dos horas del filme fatigan más de lo conveniente, que Recha no haya medido y sopesado con suficiente generosidad la arquitectura de la película, pues ha hecho el montaje como le ha venido en gana, mirándose al espejo y confundiendo en ocasiones la improvisación y la espontaneidad con la arbitrariedad, es decir: no ha tenido cuidado para no traspasar los límites de la paciencia del espectador. Y ha olvidado algo tan importante como que el destinatario de un filme, el espectador que se siente concernido, es tan autor como el director de lo que ocurre en la pantalla.
La primera hora de Las manos vacías es evidente que cabe funcionalmente en la mitad de tiempo, porque, tal como está, crea zonas quietas, empantanadas y fatigosas. Recha dice que huye cuando filma de la dictadura del guión, pero me temo que la neutraliza, aunque no lo diga, con la dictadura de la dirección. Afirma: "Durante meses me ha obsesionado la escritura del guión. Creo que el filme es fiel a su espíritu, pero en la práctica he cambiado todo rodando". Un terrible riesgo de la hipertrofia de la conciencia de autoría es que ésta se vuelva despótica y atente contra la libertad del espectador. Es éste un caso de ese despotismo, y se percibe en la fuerza de captura que la película adquiere cuando, en la zona final, el ritmo se acelera y el mando de la imagen ha de compartirlo Recha con Eduardo Noriega, Javier Hostalot, Olivier Gourmet y el resto del magnífico reparto, que hace olvidar las zonas morosas y destierra de la pantalla el fantasma de la reiteración y el aburrimiento. Y este desequilibrio hace de Las manos vacías una buena película mal construida.
Algo parecido, aunque de otra manera muy distinta, le ocurre a la película iraní A las cinco de la tarde, que es un vibrante, deslumbrante y hermoso relato itinerante, pero que está herido por algunas arritmias y reiteraciones que frenan la necesaria identificación continuada del espectador con la pantalla.
Su directora es una mujer extraordinariamente joven para lo que hay detrás de ella. Tiene 23 años y se llama Samira Makhmalbaf. Ha dirigido ya tres preciosas obras: La manzana en 2000, La pizarra al año siguiente y el pasado filmó un cortometraje de 11 minutos sobre los niños afganos para el filme colectivo 11 de septiembre. Es una aprendiza superdotada que en esta ocasión se ha metido en los laberintos mayores de la inabarcable tragedia de Afganistán ahora mismo, tras su total devastación por la guerra. Y le ha salido un poema trágico estremecedor y riquísimo, lleno de secretos rituales y vertebrado alrededor de los versos iniciales del Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías, de García Lorca, que incluso se impone en el título del filme, A las cinco de la tarde.
Pero sigue Samira Makhmalbaf en este gran filme una línea oscilante de subidas y bajadas en el hilo de captura de la emoción, que sin duda proceden de la misma confusión, o de otra parecida, que se observa en el filme de Recha entre el uso de la arbitrariedad y el de la libertad. Pero cuando se salta por encima de sus zonas bajas y se alcanzan los puntos altos de este singular filme, el conjunto se nos ofrece como un poema de gran calado, un bellísimo canto a los supervivientes del desastre, de proporciones atroces, inimaginables, en que sigue atrapada la vida en lo que queda del pueblo afgano.
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