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¡Bum bum!

Entre febrero y octubre de 1890, los franceses intentaron la conquista de Dahomey, en la costa occidental de África. Joseph Conrad, que pasaba por allí, vio cómo un buque de guerra francés bombardeaba algún punto de la costa. Pocos años después, Marlow, el narrador de El corazón de las tinieblas (1899), convirtió la fugaz visión de Conrad en una imagen de una potencia consternadora, ésta: "En la vacía inmensidad de la tierra, el cielo y el agua, allí estaba , incomprensible, abriendo fuego contra un continente". Dando a cada cosa su tamaño preciso, consigue Conrad hacer bien visible la enormidad deforme del navío armado y su empeño. Por una parte, el arco colosal de tres -tierra, aire y agua- de los cuatro elementos formativos de la naturaleza. Por otra, un gigantesco continente. Y en medio, abruptamente insertado, el fuego, propagado en sucesivas pequeñas llamaradas por un ingenio mecánico de humana fabricación. Allí estaban, pues, el navío armado y su fuego diminuto pero incesante. Contrastaba tanto con la grandiosidad del teatro donde actuaba como con la vastedad de su objetivo, todo un continente. La desproporción de los tamaños es lo que, aparentemente, hace incomprensible la presencia del buque de donde procede el fuego, el bombardeo. Ocurre que sólo quien lo produce, el humano intruso, puede ser requerido a proceder comprensiblemente. Ello, sin embargo, no puede esperarse ni del grosor del continente ni de la combinación inmensa de agua, cielo y tierra. Justamente sólo el cuarto elemento, el de manifiesta menor talla -un cañón de seis pulgadas-, podría regularse por criterios de inteligibilidad. Pero resulta que es incomprensible. O al menos lo parece. Marlow, el narrador de Joseph Conrad, insiste en que en aquella acción era perceptible un toque de demencia, un sentido de lúgubre chanza, que no se disipaba porque alguien insistiera en que, de hecho, se bombardeaban nativos enemigos, invisibles, escondidos en algún lugar del continente.

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Era, pues, la enormidad del desvarío humano lo que equilibraba las proporciones. Era, finalmente, el empeño incesante del hombre, del hombre blanco, su propósito, la convicción descomunal de poseer el continente -manifestados en el permanente, trivial, consueto disparo de fuego- lo que dotaba de magnificencia a aquello que a la vista parecía tan minúsculo: un navío abriendo fuego contra un continente. Sin el gigantesco propósito, la escena, en efecto, resultaba incomprensible. La imagen de Marlow, elaborada a partir de aquella pretérita conquista de Dahomey hace inteligible aún la guerra por la conquista de Irak. Es otro continente y el fuego que le llega es asombrosamente violento y tupido. Es, ciertamente, diferente de la de Dahomey. Pero no puede ser comprendida fuera del contexto de toda la trama de conquistas y constitución del orden colonial. Sin embargo, la concepción y realización de la conquista por las armas de Irak no es una solución antigua, un proceder arcaico caprichosamente redivivo. Los historiadores deberíamos, al menos, advertir que nada de lo que ocurre es, de hecho, réplica de algo anterior aunque pueda resultar de utilidad hacerlo inteligible por analogía o discreta comparación. ¿Quién no recuerda haber visto antes a campesinos con poco atuendo y escasos de calzado huyendo despavoridos o inmóviles en grupos silenciosos contemplando ruinas?, ¿o quién no ha escuchado antes los relatos de proezas sanguinarias de déspotas orientales recluidos en portentosos palacios rodeados de miseria? Pero a pesar de que pueda contarse con palabras viejas y usadas argucias narrativas, esta conquista de Irak es una guerra nueva. Su final quizá no pueda nunca proclamarse y no podrá, pues, darse nunca por acabada. Uno de sus objetivos, y no el menor, era justamente ocurrir, hacerse. Y la vociferante y emocionada oposición a que existiera hizo más patente aún su inevitabilidad. Lo que ocurra a partir de ahora, después de la liquidación del Estado de Sadam Husein, es un experimento nuevo, impredecible, de ejercer un dominio social complejo, y no sólo sobre Irak. El apabullante ejercicio militar ha dado sus frutos determinando cursos impensables si no se hubiera producido. Tendrá que verse, pues, que es una conquista hasta hace poco inconcebible -Vietnam nunca fue eso-. Y habrá que esperar a ver qué significado real tenían los augurios sobre la intolerancia occidental hacia las guerras más o menos lejanas. No será lo mismo decir no a la guerra que reclamar que se marchen de Irak los vencedores.

En cualquier caso, la guerra por Irak ya ha constituido una prueba de manifiesta claridad pedagógica de que en el discurso de la modernidad, de la felicidad progresiva, se escondía, agazapado, el recurso a la guerra, a la difusión selectiva de muerte y disminución con el objetivo de determinar la evolución y el gobierno de una sociedad. Habría enemigos tan contumaces a aceptar el orden de la modernidad que volverían ilusorio el descarte universal y perpetuo de la guerra. La corrección por muerte, discretamente impartida, resultaría ser un bien estimable, de civilización. Es posible que este razonamiento sea uno de los factores que puedan explicar la inquebrantable adhesión del señor José María Aznar al proyecto de conquista de Irak. Ante el bárbaro ajeno a la persuasión, cruelmente indiferente a las llamadas al orden, nada más simple y eficaz que el castigo edificante. ¡Bum bum!

Miquel Barceló es catedrático de Historia Medieval de la UAB

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