Usos de un término polémico
La frecuencia del uso del término multiculturalismo, tanto en los ámbitos académicos como políticos y sociales, ha oscurecido su genealogía y sesgado su carácter político. Lo cierto es que es un 'recién llegado' en nuestro vocabulario y ya es un término polémico.
Si bien "ser multicultural" es visto en un principio como algo positivo, estamos asistiendo en estos últimos años en el proceso de demonización del término: el multiculturalismo como amenaza de nuestros valores democráticos, como fuente de inestabilidad y de inseguridad. En esta línea, por ejemplo, el New Stateman publicó un artículo titulado 'The end of multiculturalism' (27 mayo 2002), en pleno choque por las sucesivas victorias de partidos de extrema derecha en Europa. Como si en estos momentos estuviéramos iniciando un nuevo periodo y dejáramos atrás "la era del multiculturalismo" de los años noventa. Lo que sí está claro es que estamos presenciando una nueva etapa, y debemos estar alerta, puesto que se ensancha cada vez más la distancia entre los valores democráticos que pretendemos ensalzar y su vulneración constante. Me pregunto si la mejor estrategia para restar votos a los de extrema derecha es incorporar su lenguaje neoeugenésico (basado en una supuesta pureza cultural). Aquí están los Sartori, Fallaci, y en nuestras fronteras, Azurmendi y el mismísimo presidente Aznar estas últimas semanas. Estos debates muestran una confusión teórica que requiere algunas precisiones. Mi intención es clarificar algunos usos y tirar a la papelera aquellos malos usos del debate actual.
El multiculturalismo ni es un problema ni es un ideal. Es simplemente un proceso
En primer lugar, el multiculturalismo ni es un problema ni es un ideal. Es simplemente un proceso. Por lo tanto, es erróneo el discurso que se pronuncia a favor o en contra del multiculturalismo. Uno se puede pronunciar sobre una cierta forma de gestionar el proceso, pero no contra el proceso mismo. Como proceso, 'multiculturalismo' puede ser usado o bien descriptivamente como una realidad observable, o bien normativamente, como un ideal a alcanzar. En el primer caso, describe un juicio de hecho: la coexistencia dentro de un mismo territorio (estatal) de culturas diferentes. Y nada más. En el segundo caso, nos adentramos en los juicios de valores, en el debate de modelos de sociedad multiculturales. Diferenciar bien estos dos usos es fundamental.
En segundo lugar, el multiculturalismo se presenta como problema para la democracia cuando constatamos que de la pluralidad de identidades culturales que existen, no todas reciben el mismo tratamiento en términos de derechos. Sólo tendrán oportunidad de reconocimiento público aquellas que no entren en tensión con las de la ciudadanía instituida. Hoy en día el multiculturalismo obliga a las democracias a replantear sus propios fundamentos legitimadores como son la igualdad de derechos, de oportunidades, de representación y de participación política. Debe quedar claro, por lo tanto, que detrás de los detractores del multiculturalismo existen dos implícitos conectados que deben ser rechazados: por un lado, la concepción esencialista de la cultura; por otro lado, el hecho de confundir a la opinión pública intercambiando el pluralismo cultural y religioso. La preocupación democrática es cómo evitar que la cultura y la procedencia nacional se convierta en distinción social, en nuevas formas de exclusión. El multiculturalismo como nueva fuente de desigualdad social.
Como tercera precisión, estamos ante un debate dentro de nuestra sociedad y no entre modelos de sociedad. El multiculturalismo no debe ser concebido como siendo una réplica del conflicto entre civilizaciones que se anuncia a nivel global, pero que ocurre dentro de nuestras fronteras, en nuestras ciudades y barrios. Esta concepción del multiculturalismo como conflicto entre modelos de sociedad no sólo fomenta la fragmentación social, sino que abre un abanico de efectos imprevistos políticamente incontrolables.
En cuarto lugar, no son sólo las sociedades, sino la gente la que debe ser multicultural. Una persona con una "mente multicultural", al encontrase por primera vez con otra persona culturalmente diferente, no tiene como primera reacción preguntarle dónde ha nacido, sino dónde vive. Esto implica principalmente que el multiculturalismo no es una realidad (¿de diseño?) que se pueda construir desde arriba, sino desde abajo, por la misma sociedad. El multiculturalismo debe estar presente en las mentes de los ciudadanos y debe expresarse a través de sus conductas. El multiculturalismo es una actitud.
En último lugar, al hablar de multiculturalismo estamos refiriéndonos a cómo gestionar el espacio público, no el ámbito privado. El debate se centra en cómo incluir en el espacio público realidades multiculturales existentes en el espacio privado. En términos de identidad, el multiculturalismo debe entenderse como un debate sobre la identidad pública, y no la identidad privada, sobre la persona como ciudadana, y no la persona en sus múltiples identidades individuales.
En resumidas cuentas, lo que debe quedar claro es que si admitimos que hoy en día todos somos multiculturales, debemos aceptar discutir el siguiente argumento: Si el vínculo entre Estado / Nacionalidad / Ciudadanía es La (en mayúscula) forma de legitimar toda gestión política, tenemos dificultades de encontrar elementos para incorporar el proceso de multiculturalidad dentro de estos parámetros tradicionales. Esto es, si admitimos que nuestras sociedades del futuro serán multiculturales, debemos comenzar a admitir también que cada uno de estos elementos no son intercambiables.
El debate es discutir cómo incluir este proceso en nuestros paradigmas de pensamiento, y no tener como reacción "primitiva" simplemente el rechazo. "Expulsar" el multiculturalismo es ir contra la corriente histórica. Todas las épocas han tenido sus factores de grandes transformaciones sociales, políticas y culturales. Hoy en día este motor tiene un nombre: multiculturalismo. En este marco, el término "conservador" vuelve a tomar un sentido de "nueva hispanidad" que pensábamos habíamos superado.
Ricard Zapata-Barrero es profesor titular de Ciencias Políticas en la Universidad Pompeu Fabra.
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