El tinglado de los premios
Por veces que se hayan señalado, cuesta hacerse cargo de las características tan particulares que en España reúne el tinglado de los premios literarios. La situación podría ser tachada displicentemente de "pintoresca" si no tuviera consecuencias perversas no sólo sobre el "mapa" general de la literatura en lengua española, sino también, y más gravemente, sobre sus mecanismos de renovación y de saneamiento.
Se trata de una cuestión ardua, merecedora sin duda de un tratamiento pormenorizado que más temprano que tarde convendría emprender. Para lo que aquí importa, el dato principal lo constituye el hecho de que, a diferencia de lo que ocurre en la mayoría de los países civilizados, en España son las propias editoriales las que, de año en año, conceden los más celebrados premios literarios a textos hasta ese momento inéditos, en cuya promoción las editoriales mismas tienen un evidente interés.
Mientras los medios respondan indiscriminadamente al señuelo, los premios serán rentables plataformas de promoció
No se entiende que tantas personalidades se presten a participar en jurados que actúan como falsos marchamos de credibilidad
Por decirlo pronto y claro: los más sonados premios que se conceden en España a las novedades literarias del año son premios comerciales. O sea: premios sobre los que de entrada (pero también, por desgracia, de salida) recae la sospecha de quedar expuestos a manipulaciones destinadas a arrancarles una rentabilidad comercial. Asumido esto, ya nadie se escandaliza por que se diga bien alto lo siguiente: la mayor parte -y la más significativa- de los premios literarios que en España conceden las editoriales están amañados, concertados de antemano, ya sea con el autor mismo, ya con su agente.
Por supuesto que siempre se deja un margen a la revelación y a la sorpresa. O a la pura improvisación. Pero no hay que engañarse: ese margen es cada vez más estrecho. Por lo demás, ya está bien lo de rasgarse las vestiduras con todo esto. Puesto que de premios comerciales se trata, cuanto se señala como manipulación o corruptela (¡tongo! ¡tongo!) entra en la lógica del comercio, y por allí no hay mucho más que añadir. En todo este asunto, los editores son, en definitiva, los únicos que actúan como cabe esperar de ellos, empresarios al fin y al cabo. Mucho menos se entiende, puesto a reparar en responsables, que tantas personalidades distinguidas colaboren en el apaño, prestándose graciosamente a participar en jurados que actúan como señuelos de incautos y como falsos marchamos de credibilidad. Y lo que no se entiende en absoluto es que, siendo el apaño tan evidente, los espacios y las secciones culturales de los más variados medios de comunicación concedan a los dichosos premios tanta atención.
Ya en alguna ocasión se ha dicho: mientras los medios de comunicación respondan indiscriminadamente al señuelo de las sucesivas convocatorias, los premios seguirán siendo para las editoriales plataformas de promoción razonablemente rentables. Poco o nada cuenta aquí el rechazo de la crítica -si se produce- ni la reiterada decepción de los lectores. Al fin y al cabo, en un panorama literario tan concurrido, la concesión de un premio es la única vía que la mayoría de editores tiene de desencadenar los mecanismos de publicidad indirecta -titulares, crónicas, entrevistas- con que los medios de comunicación reaccionan automáticamente a su celebración, y de obtener en consecuencia, por parte de los libreros, un tratamiento preferente en los escaparates y las mesas de novedades.
Son, pues, primero los jurados, actuando como reclamos, y los medios de comunicación luego, actuando como pantalla de difusión, los que con su colaboración incentivan y perpetúan en España el a todas luces manipulado tinglado de los premios comerciales y el impacto gravemente desorientador y distorsionador que tienen en la actualidad tanto sobre el conjunto de la literatura en lengua española como sobre los hábitos y criterios de sus lectores, tratados cada vez más como simples consumidores.
Del páramo a la jungla
Poner tanto énfasis en los premios comerciales pudiera parecer un tanto injusto cuando todo el país padece, desde hace ya mucho, una hipertrofia de todo tipo de certámenes literarios concedidos por toda suerte de instituciones: ayuntamientos, diputaciones, consejerías, fundaciones, cadenas hoteleras, compañías ferroviarias, entidades bancarias... Pero el hecho es que casi ninguno de estos galardones obtiene una notoriedad muy considerable, por mucho que sus dotaciones sean a menudo muy sustanciosas y el criterio de los jurados quede menos expuesto a la manipulación. Su escasa notoriedad obedece precisamente (¡y dale!) al escaso reflejo que obtienen en los medios de comunicación, que por otro lado -dicho sea en su descargo- no darían abasto como se propusieran dar cuenta de todos.
Faltos la mayor parte de ellos de un adecuado soporte editorial, las obras distinguidas por estos premios institucionales parecen resignadas a una existencia casi clandestina, a menos que -como viene ocurriendo cada vez más- la institución en cuestión haya tenido la iniciativa de aliarse con una editorial de cierto prestigio. En cualquier caso, los escritores mismos son los primeros en no concurrir, por poco que se precien, y si pueden evitarlo, a este tipo de certámenes, que, por muy elevada que sea su dotación, procuran una proyección escasa y vale decir como de segunda. Lo cual no deja de estarles bien empleado a los premios en cuestión, pues casi todos han sido concebidos en lerdo mimetismo con respecto a los premios comerciales, y contribuyen sordamente, con su existencia fantasmal, a la prolongación de la situación creada.
Una situación, todo sea dicho, que no se creó de la nada. O que más bien sí: se creó precisamente de la nada, o de esa imitación de la nada que era lo que se suele llamar el "páramo" -o el "erial", como se prefiera- de la cultura española de la inmediata posguerra. Fue entonces cuando se fundó, en 1944, el Premio Nadal, la madre del cordero, como quien dice, que ganó aquel año, como es bien sabido, la novela titulada -vaya por dónde- Nada, de Carmen Laforet.
El importante papel que le cupo desempeñar a este premio en la renovación de la novela española de la posguerra se ha destacado y encomiado demasiadas veces como para tener que subrayarlo aquí. Lo que importa ahora es atribuir a su iniciativa el bien ganado crédito y la notable eficacia que, a partir de él, obtuvieron en España los por entonces llamados "premios literarios independientes", concebidos inicialmente como plataformas de lanzamiento de un tipo de literatura que, por motivos de todo tipo, escapaba a las perspectivas de la cultura oficial. El filón que por ahí se abría a los editores fue muy tempranamente percibido por un editor avisado como José Manuel Lara, que en la estela del Nadal creó, en 1952, el Premio Planeta, ya desde entonces empecinado en ser el mejor dotado económicamente. Pero fue la portentosa singladura del Premio Biblioteca Breve, creado en 1958 por la editorial Seix-Barral, lo que definitivamente consagró en España el papel de los premios literarios impulsados por editoriales como motores de la siempre invocada renovación de los paradigmas establecidos, tan necesaria para una literatura -como la española, pero también la latinoamericana- en permanente estado de fundación.
Todavía en 1983, tiempos en los que en España se sostenía, muerto Franco, una razonable expectativa de renovación, a una editorial como Anagrama le cabía conjurarla mediante la creación de un premio de narrativa como el Herralde. Pero ya en esa misma década, y a consecuencia, sobre todo, de la consolidación a lo largo de ella de un mercado editorial en el que los autores españoles iban adquiriendo un protagonismo creciente, la cosa empezó a degradarse. Poco a poco, y de una forma cada vez más descarada, los otrora "premios literarios independientes" fueron convirtiéndose en instrumentos de captación y promoción de autores dentro de un mercado fuertemente competitivo, en el que la vieja legalidad que presidía las relaciones entre autores y editores iba quedando progresivamente quebrada, entre otras razones, por la intervención cada vez más decisiva de los agentes literarios.
Ni cultura oficial ni crítica
Deliberadamente se ha omitido hasta aquí cualquier mención a dos premios que, junto a otros de menor resonancia, se desmarcan claramente del panorama trazado y que, a diferencia de otros premios institucionales, sí tienen un cierto impacto sobre el tablero y el escalafón de la literatura española. Se trata del Premio de la Crítica, sin dotación ninguna y concedido por la Asociación de Críticos Españoles, y del Premio Nacional, otorgado por la Dirección General del Libro, dependiente del Ministerio de Cultura.
Los dos son premios concedidos, en su distintas modalidades, al "mejor" libro publicado en España durante el año en cuestión. Se atienen, por tanto -salvadas las enormes distancias-, a las características comunes a los más corrientes y renombrados premios europeos, como pueden serlo el Booker Prize en el Reino Unido o el Prix Goncourt en Francia. No hay lugar aquí, como se deja ver, para las suspicacias que, con más o menos fundamento, cabe abrigar con respecto a los premios comerciales. Lo cual no priva a dichos premios de otro género de suspicacias, dirigidas en este caso al descriterio o a las carambolas de toda suerte a que tan proclives son las actuaciones de unos jurados constituidos de forma bastante inopinada, conforme a presupuestos y reglamentos de los que bien puede decirse que son, cuando menos, mejorables.
Como los premios comerciales, el Premio de la Crítica y el Nacional han sido objeto, a lo largo de su ya larga trayectoria, de todo tipo de descalificaciones y denigraciones, comenzando por las que elevan, con su silenciosa incomparecencia, libros importantes y aun cruciales que no los han obtenido. Es bien conocida, en este sentido, la andanada que en 1981 dedicó escritor tan bien humorado como Juan García Hortelano al -según él- "temible" Premio de la Crítica, del que venía a decir que "constituye la insoslayable ejecutoria de mediocridad con que la crítica especializada estigmatiza una novela". Lindezas por el estilo cabría cosechar con respecto al Premio Nacional. Pero nada de esto viene ahora al caso.
Lo que importa aquí es constatar cómo, a medida que los premios comerciales han ido rebajando sus cuotas de probidad y de exigencia, ni el Premio de la Crítica ni el Nacional, cuyos mecanismos de funcionamiento son inversos -pues deliberan sobre textos ya publicados y previamente evaluados-, han acertado a constituirse en baremos alternativos, capaces de servir de contraste ni tampoco de contrapeso a la actuación de aquéllos.
Ocurre más bien lo contrario: la inanidad de una crítica desmantelada, disminuida e inepta, se refleja en la menguante incidencia del Premio de la Crítica y en su escasísima función orientadora. Por otro lado, la natural inhibición, por parte de las instituciones públicas, a asumir ninguna representatividad cultural -ya no se diga ningún liderazgo cultural-, ha fomentado el ecumenismo cada vez más rocambolesco y turulato del Premio Nacional, que ya nadie sabe desde dónde ni en nombre de qué sanciona nada.
Pero si la crítica no cuenta y la cultura "oficial" no existe (a menos que se considere como tal -y no sería desatinado- la cultura de mercado); si el horizonte en función del cual actúan las editoriales literarias, independientes o no, es cada vez menos el de una tradición y un gusto articulados, ni se organiza en función de ningún proyecto cultural; si la única sanción real a la que aspiran las sucesivas apuestas editoriales es la sanción de un mercado a cuyo rumbo siempre mudable necesariamente se pliegan todas las estrategias; si no se reconoce ninguna instancia reguladora ni discriminadora fuera de la que suponen las listas de los libros más vendidos; entonces, ¿por qué aceptar la intromisión de elementos extraños a los de la lógica estricta de la cadena de producción?
Ésta es la hora en la que, con descrédito de otras instancias que antaño se estimaban competentes para decidirlo más cabalmente, son los escritores mismos, y los editores mismos, y hasta los libreros mismos los que, sintiéndose plenamente facultados para ello, eligen y declaran cuál es el mejor libro del año entre los publicados.
Un viejo escrúpulo jurídico advertía de que no se puede ser a la vez juez y parte en la causa que se instruye. Pero se trata de eso mismo: de un viejo escrúpulo. Como Napoleón el día de su coronación, el mercado editorial arrebata los laureles de las manos temblequeantes de la crítica o de la academia y se los ciñe él mismo sobre su cabeza.
El Premio de la Crítica y el Premio Nacional tienen hoy sus correlatos casi paródicos en el Premio Salambó, que otorga cada año un nutrido y variopinto ramillete de escritores, y el Premio Lara, cuyo jurado es integrado asimismo por un variopinto ramillete de editores. En elocuente mimetismo, el premio de los escritores, como el de los críticos, es honorífico y carece de dotación. El de los editores, por su parte, está dotado en forma de cuantiosa partida ya no para el escritor en cuestión, sino para la publicidad del libro premiado, y para más inri ha sido fomentado por el editor que creó nada menos que el Premio Planeta, acaso el que más ha contribuido a promover la situación que aquí se ha dibujado.
Lo más portentoso, con todo, es la comunidad básica de criterios en la que parecen diluirse las características particulares de unos premios y otros. Aunque todavía es pronto para juzgarlo, de sus trayectorias comparadas no parece que se desprendan por el momento, ni vayan a desprenderse en el futuro, significativos rasgos diferenciales. Así, por ejemplo, la novela ganadora del último Premio de la Crítica -El mal de Montano, de Enrique Vila-Matas- era finalista tanto del Premio Salambó como del Premio Lara de los editores, y ya había obtenido antes el Premio Herralde. Lo cual invita a preguntarse acerca de la sospechosa redundancia de un tinglado, el de los premios literarios, cuya utilidad como herramientas de orientación y discernimiento parece inversamente proporcional a su cantidad y a su diversidad.
Libros y productos
Todo esto para ilustrar de qué modo el empuje decisivo que en su origen tuvieron en España los premios literarios concedidos por las editoriales proporcionó a éstas un ascendente peculiarísimo sobre los mecanismos y criterios de consagración de libros y autores, y ello a tal extremo que, entretanto, lo que en su momento constituyó, como ya se ha dicho, un instrumento de renovación de una cultura desmantelada y desecada, ha devenido todo lo contrario: en instrumento de obstrucción y desecación de todo cauce real de renovación. En un mercado abarrotado de novedades, los premios literarios inducen tendenciosamente los más generales criterios de percepción y de selección en función de los cuales, y a falta de mejores cedazos discriminadores y sancionadores, se construye cada vez más exclusivamente, con el concurso de los medios de comunicación, un mapa literario del que quedan progresivamente apartadas las propuestas literarias más inconformes, más radicales, más atrevidas, o aquellas que simplemente discurren desentendidas del gusto domesticado de un público que carece de mejores medidores de la calidad y de la novedad de aquello que se le ofrece para leer.
El éxito de la fórmula ha terminado por pervertir el conjunto entero del sistema, en el sentido de que en la actualidad todos los lanzamientos editoriales mimetizan, en líneas generales, el particular mecanismo de los premios literarios. La manía de acompañar el lanzamiento de cualquier libro, por insignificante que sea, de una "sonada" presentación, una práctica que en España ha adquirido proporciones monstruosas, deriva en buena medida de la pretensión por parte de los editores -imbuida a los propios escritores- de que cada lanzamiento constituye por sí mismo un acontecimiento digno de ser reflejado obedientemente por los medios de comunicación.
La personalidad o personalidades de mayor o menor postín que amparan la presentación del libro y hacen su público encomio suelen cumplir, bien que a otra escala, la función que en los premios desempeñan los jurados asimismo de postín: la de imponer un prejuicio favorable al libro. Previamente, los anticipos a menudo delirantes que la enorme competencia y el buen hacer de los agentes han obligado a pagar, refuerzan esa necesidad generalizada de convertir en noticiable, siempre con el concurso de los medios de comunicación, un acto en realidad muy rutinario (pues, como es sabido, las novedades editoriales se cuentan por centenares al mes); y de hacerlo sustrayéndose, en la medida de lo posible, de la mediación siempre sospechosa de la crítica, que se trata por todos los medios de obviar. Sólo si la crítica misma corrobora la expectativa creada, se la incorpora al aparato publicitario, que muy legítimamente aspira, sobre todo, a la sanción del público, de las listas de ventas en las que se trata de influir mediante el impacto de lo que -valga insistir en ello- se ofrece a título de acontecimiento. Y aquí es donde los premios comerciales han dejado su huella indeleble: son los propios beneficiados, con la complicidad de los medios de comunicación, los que imponen la marca de acontecimiento a un hecho -la publicación de un libro dado- que en puridad sólo merecería ser considerado como tal -es decir, como acontecimiento, o como noticia más o menos sensacional- en los casos proporcionalmente escasos en que se acumulara sobre la obra, la personalidad o la trayectoria del autor una amplia expectativa pública, o bien en aquellos otros, más escasos todavía, en los que el más o menos inesperado éxito de crítica o de público señalara al libro en cuestión como algo digno de ser destacado.
No suele ocurrir de este modo, sin embargo, y la literatura en lengua española padece así, de modo cada vez más acusado, la distorsión cada vez menos corregible de un sistema alegremente sometido a la indiferencia de valores que, con la sola medida de los ejemplares vendidos, mete en un mismo saco, consagra indistintamente, mezcla y confunde autores, libros y "productos" (a falta de mejor nombre) de la más diversa entidad.
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