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Columna
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Crecimiento inverso

Nací a los noventa y seis años de edad. De esa época no recuerdo mucho. Sólo una mano suave. Poco a poco se fue haciendo la luz y el aire me pareció más puro. De mis noventa y seis pasé a los noventa. Ya podía andar con menos dificultades. Mi físico iba mejorando, y era capaz de notar la hierba bajo la planta de los pies. Además, comencé a hablar con soltura, y empecé a reconocer las sonrisas de los demás. El miedo fue dejando paso a una sensación etérea de aleteo inevitable, que me subía como un cosquilleo por las costillas, el pecho y las piernas, a medida que se iban llenando de carne y músculo.

Colores, sonidos, tacto, gusto y olfato, todo era nuevo para mí, porque no lo recordaba. Ya sólo contaba con ochenta años de edad, y había crecido unos centímetros, y a los gatos les gustaba echarse a dormir sobre mis piernas, y a mi me gustaba que lo hicieran. El pelo había comenzado a brotar de nuevo en mi cabeza, primero fue una sombra, luego una mata, y la barba volvió a platearme el mentón. Pronto llegué a los setenta, que era lo que yo quería, mirar las estrellas a los setenta, aunque parezca una bobada, y también era mi sueño bailar en una playa y dejar marcadas las huellas del baile sobre la arena, como en uno de esos manuales antiguos de baile de salón con pies dibujados.

A los cincuenta ya había hecho muchas cosas, y mi experiencia sobre la vida aumentaba. Ya sabía, por ejemplo, que los pájaros esperan a los niños que juegan todos los días en la plaza a la hora de merendar. Sabía también que la luna del charco no es la verdadera, y que no es bueno mirar al sol, y a veces tampoco a la luna. Pero, ¿de qué me servía esa experiencia? Llegué a los treinta y caí en la cuenta de que la existencia estaba sujeta a la fuerza de las mareas, y que cuando había marea alta no se podían coger cangrejos. Estaba pletórico, y sentía que tenía toda la vida por delante.

De los treinta a los veinte ya era todo un sabio. Mi crecimiento inverso hacía suponer que pronto llegaría a experimentar el estallido de un grano ante el espejo. Los días eran más largos y el mundo era más grande. Los sueños más bonitos. Aparecían praderas blancas con figuras de mujeres blancas, como esculturas vivas. Los despertares fueron haciéndose cada vez más perezosos. Tenía una lanza entre las piernas.

Sin darme apenas cuenta del inexorable paso del tiempo, alcancé los diez años. Lo de antes ya no me interesaba. Ahora prefería la observación de insectos, y la fabricación de círculos en el agua. Volví a caminar por la orilla del mar. Volví a ponerme los pantalones cortos y a subirme a los muros. Incluso confieso que robé alguna manzana. Y que me caí en el estiércol. Después de tantos años de existencia, reconozco que alguna vez llegué a creer que ya lo sabía todo. Luego, en tan sólo un instante, comprendía que lo que yo había aprendido era como el humo, o como la espuma. Según mi crecimiento inverso, cuando fuese un bebé debería saber más que nadie sobre la vida. Y luego, por supuesto, aprender a nacer con dignidad. Hacerme cada vez más pequeño en el útero, y desaparecer.

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