El ciudadano ordinario
El ciudadano ordinario es un hombre o una mujer de entre cuarenta y cincuenta años. Su función en la sociedad española es importante para el avance y la consolidación de la democracia. Por eso, cuando se acercan las elecciones, los partidos políticos lo convierten en sujeto de encuesta y estudian sus tendencias con la meticulosidad de un entomólogo ante un insecto exótico.
Vive en presente y le angustia el futuro. En cambio, la historia no forma parte de sus preocupaciones. Hace muchos años, al parecer, sucedían cosas, hubo una guerra y un dictador, pero eso por suerte ya acabó. Ahora es libre. Se considera apolítico y desprecia a los profesionales de la cosa pública, pues lo mismo malversan fondos reservados que adquieren pisos multimillonarios con dinero negro de comisiones fraudulentas. Son todos iguales, unos sinvergüenzas, dice, y por eso suele castigarlos con su voto. Al ciudadano ordinario le horrorizan los extremos, que considera restos atávicos del ayer. Es de centro, ni de derechas ni de izquierdas, y está orgulloso de su forma de pensar.
Le preocupa la inseguridad, el paro, las drogas omnipresentes, los robos con tirón, la ETA, la mafia gallega, el vandalismo juvenil y la excesiva abundancia de inmigrantes en el barrio de Ruzafa. El mundo es un desastre, de eso está seguro, a pesar de que a él (o a ella) todavía no le va mal: conserva su trabajo, lo cual en estos tiempos es casi una hazaña.
Los Estados Unidos y sus ínfulas militares le dan miedo. No entiende muy bien lo que significa la palabra globalización. En cualquier caso, nada bueno a la larga. El sueldo que gana no es extraordinario, pero le permite endeudarse con la Visa para disfrutar las maravillas de la tecnología: antena parabólica, CNN, Canal+, ordenador, internet, lector de CD y, desde hace poco, grabadora DVD. Además, lee una novela al año durante el verano, asiste a un par de conferencias de autoayuda, le encanta El Corte Inglés y va a la playa de la Malvarrosa los fines de semana entre abril y septiembre. Consume tertulias de famosos y se horroriza de las matanzas que abundan por ahí. La pasión por el fútbol atenúa el aburrimiento de su vida. Cuando su equipo gana, se siente satisfecho. Cuando pierde, le da rabia. Le molestan los atascos de tráfico, los funcionarios poco eficaces, la excesiva publicidad en televisión y la gente que discute de política.
Los candidatos a las elecciones municipales y autonómicas le ofrecen estos días el último grito en píldoras milagrosas para el sosiego: regeneración del paisaje urbano, menos impuestos, más seguridad, futuro brillante y eficacia policial que garantice el orden público. Escéptico, el ciudadano ordinario desea que pase pronto el ruido electoral. Menos mal que las elecciones sólo tienen lugar cada cuatro años, qué tostón. Luego, con los cargos electos ya decididos, la vida retomará su cauce normal: despertador a las seis de la mañana, autobús de ida, trabajo, autobús de vuelta, cine los domingos, mensualidad de la hipoteca y, si todo va bien, vacaciones a crédito en el Caribe. Nadie volverá a importunarlo con gaitas políticas hasta los próximos comicios. Entretanto, la democracia vigilará sin descanso para que el ciudadano ordinario duerma en paz.
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