Tiempo real
Hace tiempo vi un anuncio estupendo, creo que era portugués, en un festival de publicidad. La imagen se abría sobre una escena de cama. Totalmente oculta debajo de una sábana blanca, una pareja hacía el amor. O eso al menos era lo que sugerían la coreografía y el ritmo de sus movimientos. El anuncio llegaba prácticamente al final sin haber mostrado otra cosa que no fuera ese abultamiento elocuente y rimado. Pero de pronto, en el último momento, de debajo de las sábanas surgían los protagonistas. Un hombre y una mujer de pelo completamente blanco; dos ancianos.
Toda la fuerza y la eficacia del anuncio se concentraban en la sorpresa final. En ese desenlace inesperado y sobre todo subversivo. Porque la inercia del estereotipo y /o del prejuicio nos había llevado a pensar, desde el comienzo de la escena, que los artífices de semejante trajín eran, sólo podían ser, dos cuerpos jóvenes.
A primera vista nada parece conectar ambos hechos, más bien al contrario; sin embargo, es la visita del Papa la que me ha traído a la memoria este anuncio. Me explicaré enseguida. Tengo con el conservadurismo social y político de este Papa una desavenencia esencial, radical; lo considero inaceptable y en ocasiones incluso cruel. Causas como la igualdad de las mujeres o el reconocimiento de los derechos de los homosexuales se topan con su intransigencia anacrónica. Tragedias de la magnitud de la epidemia de sida en África encuentran en él, inconcebiblemente, un aliado, un cómplice. En el uso del preservativo está la salvación de millones de vidas, y no hay manera.
Pero con todo, hay una contribución a la sociedad que sí le reconozco a Juan Pablo II. Puede que su actitud sea producto de la misma obstinación, puede que incluso sea un rasgo de soberbia -sobre esto no opinaré-, pero el hecho es que en su estado sigue viajando y celebrando los ritos de la Iglesia y apareciendo en público y, al hacerlo, nos confronta con la enfermedad y la vejez. El Papa muestra lo que todos los demás protagonistas del poder y de lo público ocultan o niegan; lo que la sociedad entera se esfuerza en olvidar. El Papa nos devuelve a una secuencia lógica de vida hacia la muerte. Nos coloca en un tiempo real.
La numerología social nos recuerda constantemente que envejecemos a marchas forzadas. Nuestra supervivencia se ensancha, como si a la casa de la vida le estuvieran derribando los tabiques. Decir tercera a edad sabe a poco porque ya hay una cuarta y quién sabe. La medicina se geriatriza. Las demarcaciones de la vida profesional y de las pensiones entran en crisis. Los servicios asistenciales no tienen más remedio que agigantarse. Y sin embargo, la representación y la mentalidad sociales viven al margen de esa realidad, aisladas de ella, como al vacío. Empeñadas en un anhelo obsesivo, adictivo, de eterna juventud: nos estamos haciendo centenarios en el mismo mundo en que la gente se opera de cirugía estética desde los veinte. En el miedo y la repugnancia por la enfermedad: basta con ver con qué naturalidad consentimos que a los afectados por la neumonía asiática se les trate como a "apestados", sujetos de deberes más que de derechos. En la negación de la inexorabilidad de la muerte.
Envejecemos privada y colectivamente a ojos vista. Los autobuses, los museos, las colas de los bancos, las tiendas, los paseos, las bibliotecas, nuestra propia intimidad, están llenos de viejos. Pero por ejemplo en la televisión, que es el espejo narcisista del mundo, apenas salen. Y cuando lo hacen nunca es para contradecir -como en aquel anuncio-, sino para confirmar estereotipos que la realidad ya ha caducado. Y es que ser viejo o estar enfermo son datos que no encajan en el programa estético y ético que mueve nuestra sociedad.
Pero esta negación no puede alterar el sentido del tiempo, sólo nos condena a envejecer perdidamente, es decir, por un camino sin referencias ni señales. Y lo que es peor, nos condena a morir sin sabiduría y sin preparación; como quien dice muertos de miedo.
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