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Columna
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El puente

En primavera, cuando hace buen tiempo y es día de vacación, gusta ser testigo de la salida de los madrileños a la campiña. De tal modo, que los cronistas de costumbres y otros que por su condición diletante aprecian el color local, se reúnen bien temprano en las fondas de carretera para contemplar y comentar, al amor del anís con rosquillas, el espectáculo de la muchedumbre de cualquier edad y estado en interminable riada evacuatoria.

En la zona de San Antonio de la Florida, el pintor Francisco de Goya ha presenciado muchas veces ese cortejo. La gente del común marcha a pie, y la aristocracia, en carroza. Pero nadie respeta esta separación anclada en la historia, los viandantes no ceden la preferencia a los carruajes, unos a otros se dificultan el movimiento, son frecuentes la interrupciones, también la caída de algún audaz entre los cascos de los caballos y el escándalo que provoca su atropello. Cada cual aspira a dejar la ciudad antes que su vecino, como el que escapa de un incendio o de una invasión militar. A conseguir ese efecto contribuyen los bultos de comida o diversión que cargan los viajeros.

Imposible será distinguirlos por su condición y fortuna cuando el sol conquiste el mediodía y la campa que bordea el Manzanares buya de comensales retozones, jugadores de naipes, marquesas de alterne y músicos ciegos junto a los vehículos aparcados. Con el bochorno de la siesta se pierde el comedimiento, desaparecen las casacas de los poderosos y las toquillas de las damas, un mar de blancas camisas puebla la ribera y este desprecio por el rango es la consecuencia más funesta de la Ilustración que viene de Francia.

Menesterosos y adinerados, sanos y enfermos, niños y adultos abandonan sus hogares con el alba. Sin consideración con los que duermen, restallan las carcajadas y los gritos de los excursionistas. Goya se despierta refunfuñando y abre la ventana. La cruda claridad ofusca sus ojos, hechos a la negrura de la habitación. La mujer que comparte el lecho se queja.

Pero la mujer acaba resignándose porque el pintor no cierra la ventana. Ganado por el panorama que divisa, Goya olvida las pesadillas del sueño. Montes, árboles y arroyos surgen renovados de la noche de tormenta. Los senderos recuperan su carácter de guía y las amapolas de la cuneta resisten el pesado bamboleo de los carros.

Ayer llovió a modo y hoy la naturaleza resplandece: la cordillera descubre su entraña boscosa, la bóveda del cielo irradia, dos nubes de plata surcan ingrávidas el firmamento encerado, en la afligida tierra de labor el verde de las huertas y el blanco de los almendros denotan la pujanza del mes de abril y el Manzanares lleva sangre de torrente por la serena majestad de las llanuras del Pardo.

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El humo del caserío que anuncia el pan recién horneado aviva en la imaginación de Goya el sublime engrudo de la miga y la corteza untadas en el chocolate denso. Por el aire de cristal, la bandurria de los majos propaga la tonadilla. Repica el badajo de San Francisco el Grande, trepa una cometa por la torre de San Pedro. Habrá bolero en Vallecas, novillos en Polvoranca y fuegos en Carabanchel. Retumba la artillería en Vicálvaro por conmemorar un fasto o apuntarse a un pronunciamiento cuando Francisco de Goya saca de su vivienda el caballete y los trastos de pintura para retener en el lienzo la diversión del paisanaje.

Con mano febril dibuja el gallardo bastión de la Puerta de Toledo. En el puente que atraviesa el río se agolpan las calesas flanquedas por el hormigueo de los andarines. La aglomeración impide avanzar, se desesperan conductores y transeúntes e insensiblemente el pintor, asaltado en su sordera por la alucinación del futuro, no percibe voces de impaciencia, sino la metálica sonoridad de unos clarines que en el enclave bucólico retumban como esquilones.

-El sueño de la razón produce monstruos -murmura Goya, estremecido del estruendo que un siglo después será familiar a cualquier oreja.

Y atento a lo que su inspiración le anticipa, sepulta en lúgubres figuraciones el paisaje de las Luces: pierde pureza la brisa y frescura el río, desaparecen las flores, se empaña el cielo, una capa de cemento cubre los sembrados y la oruga de peatones y calesas es la flota de automóviles y autobuses que hoy, domingo, traslada a las urbanizaciones del extrarradio a los hijos de aquellos petimetres.

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