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Columna
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El eje del mal gusto

La idea de la existencia de un eje (contemporáneo) del mal gusto que va del Bagdad de Sadam Husein al Madrid aznariano se la debemos al siempre observador Oriol Bohigas. "Al César, lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios", como diría la perspicaz candidata Ana Botella al referirse a lo que compete al Papa y a su marido. Ese eje (real) del mal gusto, hecho de monumentos pretenciosos, épicos y grandilocuentes, y de un clima de caspa tecnocrático-prehistórica, reclama según Bohigas -no podía ser de otra forma en su caso- una cura de republicanismo a la catalana. Pero ésta, por mucho que queramos, es una receta tan bienintencionada como utópica ahora mismo.

Lo catalán -por no caer en el berenjenal republicano- ha sido raras veces garantía de exquisitez estética, pese a esa tendencia innata a creer lo contrario: ¿quién no encuentra, a menudo, maravillosos los horrores propios? Aunque hay que reconocer que Gaudí y la Barcelona del diseño -que los lectores me perdonen la generalización de fenómenos que son historia- se han labrado un sólido prestigio en un supuesto eje del buen gusto planetario. Dejémoslo así.

Dicho esto, hay que mirar alrededor con serenidad y admitir que las chocolatadas políticas o la conversión de los libros en parque temático mediático-identitario una vez al año son ejemplos de espléndidas aportaciones propias al kitsch mundial. Exactamente igual que ese estupendo anuncio del Papa en el que letras muy gordas nos advierten: "¡El Papa viene a verte!" (a Madrid, por cierto). El eje del mal gusto tiene hoy, como parece lógico, ribetes globales, y aquí no sólo no nos libramos de ello sino que podemos hacer aportaciones de mucho mérito y enorme celebración. Porque el atractivo que de verdad aporta el mal gusto es la diversión. Y el mundo tiene hoy muchas ganas de reír, ciertamente, y muy pocos motivos para ello.

Ahí está, por ejemplo, ese programa estrella de la televisión, Hotel Glam, antes llamado Hotel Glamour, que es una producción vergonzantemente barcelonesa. Y digo vergonzante porque todos aquí parecen sacarse las pulgas horteras de encima: ¡son bien nuestras, amigos! No se trata del hecho banal de que Aramis Fuster -esa señora que a veces tiene el pelo a rayas rojas y negras- sea de Berga, a mucha honra, sino de la idea misma del no va más, del colmo de los colmos del mal gusto en todos y cada uno de sus ingredientes. Quien ha puesto juntos a Pocholo, a Tamara, a Juanmi, a Yola y compañía ¡es un number one del podio del horterismo planetario! No hay en el mundo, creo, freaks capaces de competir con ese plantel de productos que enlazan lo barcelonés con lo global y todo ello con la excepcional circunstancia de la España de Aznar, la Cataluña de Pujol y la clarividencia de Bush. Ni siquiera la posibilidad de ver guardias civiles poniendo orden en Bagdad podrá con un programa que, desde luego, marca época y coloca a Barcelona como estrella deslumbrante en ese eje descrito por Bohigas.

No es raro que Hotel Glam se haya convertido en el símbolo preciso de esta época. El programa es el catalizador que explica las pretensiones pacificadoras de la guerra, las pifias del AVE, las ínfulas humanitarias de las bombas, lo increíble de los delirios genéticos, la monumentalidad de la construcción burocrática, el fulgor inútil de la cultura comercial, el zigurat de la hipocresía política, la inmensidad del mar de la banalidad, la zozobra del peligro inminente de un virus o de otro enemigo micro o macro. Reír con Tamara, la gran favorita, expresa el vértigo que produce lo demás. ¿La fascinación del engendro consiste en la capacidad de sintetizar el horror y mostrar la orgía del sistema? Si Hotel Glam expresa lo que da de sí esta encrucijada histórica, estamos, qué paradoja, ante un programa antisistema. Muy barcelonés, aunque sea por casualidad. El mal gusto nunca es impune.

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